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Columna
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Europeos de primera

Muchos gobiernos atizan el sentimiento antigitano con políticas restrictivas que ponen en peligro también los derechos básicos de la Unión, como la no discriminación

Este lunes la plaza ante el Parlamento Europeo en Bruselas vivió un evento impactante: la recreación de un asentamiento gitano, como tantos hay en Europa, evocando problemas de falta servicios básicos, vulnerabilidad a ataques y desalojos. Fue en motivo del Día Internacional del Pueblo Gitano, el 8 de abril. La minoría más grande de Europa no lo tuvo fácil desde hace ya mucho tiempo, pero los tiempos que corren resultan especialmente duros. Los recortes al estado del bienestar les afectan desproporcionadamente. El crecimiento del populismo xenófobo les ha puesto en el punto de mira de algunos de los peores grupos y líderes que proliferan en esta Europa en crisis. Y muchos gobiernos atizan el sentimiento antigitano con políticas restrictivas que ponen en peligro no solo al pueblo romaní, sino derechos y principios básicos de la Unión Europea como la no discriminación o la libre circulación. La de ayer fue una acción característica de la nueva fuerza con la que este pueblo reafirma su identidad propia a la vez que lucha por unos derechos que nos atañen a todos.

La actual crisis ha puesto al descubierto la fragilidad de los valores y reglas de la convivencia democrática en toda Europa; el trato al pueblo gitano tal vez sea uno de los casos más sangrantes. Allí dónde los recortes a políticas sociales son más profundos, como en España y Portugal, los gitanos están a menudo entre los más afectados. Donde la crisis ha dado lugar a una subida del extremismo, la población romaní asiste a amenazas como la marcha anti-gitana organizada el pasado otoño por el ultraderechista Jobbik en la ciudad húngara de Miskolc o las brigadas ciudadanas de Aurora Dorada en Grecia. No es solo la ultraderecha: la mano dura contra los gitanos ha sido usada con fines electoralistas por los gobiernos de Francia, a partir de Sarkozy; Berlusconi y sus correligionarios no les fueron a la zaga en Italia.

Las instituciones comunitarias insistieron, con razón, en la necesidad de mejorar las condiciones de vida de la población gitana en nuevos países miembros, en especial cuando República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria eran todavía candidatos. En esos países la población romaní es numerosa y a menudo se encuentra en situaciones deplorables. Suele ser, además, blanco favorito de ultranacionalistas y extremistas radicales en busca de un chivo expiatorio. Pero la comparación con Europa occidental no siempre es favorable a ésta. En Roma las autoridades locales han excluido del acceso a viviendas de protección social a los que viven en campos para gitanos. En Francia, los porcentajes de escolaridad completada entre la población gitana son más bajos ahora que en los años sesenta. En Reino Unido la actual campaña contra la llegada de inmigración búlgara y rumana ha desembocado en un frenesí mediático de estereotipos y pura xenofobia inconcebible hacia otras minorías. En España, a pesar de años de políticas públicas con logros incontestables, el porcentaje de población gitana que completa los estudios secundarios está por debajo de los países de Europa Central.

El pueblo romaní no baja la cabeza. En los censos efectuados en 2011 en Europa Central y los Balcanes ha crecido sustancialmente el número de personas dispuestas a declararse de etnia gitana. En Hungría, a pesar del terrible clima político, un 63% más de personas se declararon de esta etnia de las que lo hicieron en el censo de 2001. No es un caso aislado: en Serbia el tamaño oficial de la comunidad aumentó un 40% y en Montenegro un 300%. Esta toma de conciencia también afecta a Europa occidental. En muchos países la llegada de pequeños contingentes de gitanos rumanos y búlgaros ha agitado a medios y gobiernos, pero también ha servido para evidenciar la existencia de comunidades mucho mayores de gitanos autóctonos a los que se quiso ignorar durante décadas. De modo creciente los conocidos como viajantes en el Reino Unido o las gentes del viaje de Francia se identifican con el pueblo romaní.

Los gitanos, minoría en todas partes y genuinamente europeos, no se resignan a ser ciudadanos de segunda en las sociedades de Europa. Levantan su voz en un momento adverso, en el que el discurso antigitano se banaliza y parece una manera casi aceptable de ser racista, incluso en países con larga tradición de lucha contra la discriminación, como Gran Bretaña. No hay peor síntoma del deterioro de la democracia en Europa que el auge de discursos, ataques y políticas contra los gitanos. Sus problemas confirman que esta crisis no es solo económica. Conviene no dejar de escucharles, porque su interpelación es relevante: ¿Es ésta la Europa en la que queremos vivir?

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