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Bruselas, cuanto más lejos mejor

Reacia a aceptar cesiones de soberanía o de capital, logró un trato especial para Reino Unido en Europa

El expresidente francés, François Mitterand (izq.), y la ex primera ministra británica, Margaret Thatcher, en 1989.
El expresidente francés, François Mitterand (izq.), y la ex primera ministra británica, Margaret Thatcher, en 1989. JOEL ROBINE (AFP)

Margaret Thatcher aún era europeísta cuando llegó a Downing Street pero se fue haciendo cada vez más escéptica. Al final, y aunque su mandato como primera ministra dividió a menudo al país y al propio Partido Conservador, fue el cáncer de la cuestión europea lo que acabaría desatando la batalla final para propiciar el golpe de mano que acabó con su liderazgo en el partido y en el Gobierno.

El 1 de noviembre de 1990, sir Geoffrey Howe, entonces jefe del Foreign Office y antes canciller del Exchequer y ministro del Tesoro, abandonó a Thatcher y dejó el Gabinete. En su discurso de despedida en los Comunes se refirió a su incapacidad para seguir luchando contra la contradicción de mantener leal a la primera ministra y al mismo tiempo mantenerse leal a lo que consideraba más conveniente para el país. Sus palabras, en un hombre considerado gris y sin ambiciones personales, fueron interpretadas como una invitación para que otros retaran a Thatcher en nombre de una mayor integración británica en Europa y en su futura moneda.

El europeísta Michael Heseltine aceptó el envite y retó a Thatcher. La primera ministra ganó el voto pero no convenció al partido. Su marido, Denis, siempre protector, la convenció para que tirara la toalla antes de que le hicieran más daño. La Dama de Hierro se fue y abrió el paso a John Major. Pero el dilema europeo nunca ha quedado resuelto.

La conservadora había defendido la permanencia en la CE en 1975

Y, sin embargo, Margaret Thatcher defendió la permanencia en Europa cuando eran los laboristas quienes dudaban de ella y la pusieron a referéndum en 1975, dos años después del ingreso. E incluso en su histórico discurso de Brujas el 20 de septiembre de 1988, en el que muchos creen ver escritos a fuego los mandamientos del buen euroescéptico, la Dama de Hierro aclara: “Nosotros los británicos somos tan herederos del legado de la cultura europea como cualquier otra nación. Nuestros vínculos con el resto de Europa, el continente europeo, han sido el factor dominante de nuestra historia”. Pero deja claro cuál es su problema con la construcción europea: la cesión de soberanía: “Europa será más fuerte si Francia es Francia, España es España, Gran Bretaña es Gran Bretaña, cada uno con sus costumbres, tradiciones e identidad. Sería una locura intentar encajar a todos en una especie de retrato robot europeo”.

La nacionalista Thatcher era capaz de todo menos de aceptar que otros decidieran qué tenía que hacer Gran Bretaña. Y no solo lo mostró frente a Europa, también frente a Estados Unidos. Pese a su vinculación política y personal con el presidente Ronald Reagan, nunca llegó al extremo de que la pudieran llamar lacayo suyo como le ocurriría años después a Tony Blair con George W. Bush.

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“Sería una locura encajar a todos en un retrato robot europeo”, afirmó

El dinero era otro problema. Europa le salía cara a Reino Unido. No porque pagaran más de lo que les tocaba, sino porque los británicos solo recuperaban una parte de lo que invertían. En realidad el problema es que había solo dos grandes políticas europeas, o más bien una (agricultura) y media (desarrollo regional), y ni los cultivos subvencionados ni el desarrollo británico favorecían el retorno a casa del dinero que destinaban a Europa.

Eso creó un déficit presupuestario crónico que dio alas al mito de la Europa corrupta y burocrática y que Thatcher resolvió con una frase: “Quiero que me devuelvan mi dinero”. Lo consiguió en la famosa cumbre de Fontainebleau en 1984, cuando François Mitterrand y Helmuth Kohl aceptaron el famoso y todavía vivo cheque británico.

En aquellos tiempos, el Consejo Europeo estaba lleno de líderes con carácter y las relaciones personales contaban mucho. Las de Margaret Thatcher y François Mitterrand solían fluctuar, al compás a menudo de sus intereses personales o nacionales. Es sabido que el presidente francés sentía una ambigua atracción-repulsión hacia la Dama de Hierrro, a la que una vez definió como una mujer “con la mirada de Calígula y los labios de Marilyn”.

Las relaciones entre Thatcher y Kohl se basaban más en la historia que en la buena o la mala onda del día a día. Kohl, más sentimental pero más apegado a la tierra, solía ganarle la partida a la soñadora Dama de Hierro: Thatcher aún pensaba a finales de 1989 que Gran Bretaña podría retrasar 15 años la reunificación de Alemania.

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