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4. Se busca idea que despierte emoción

La solidaridad debe volver a primar sobre el egoísmo nacional

"Ciudadano polaco, Europa ha hecho algo por ti". Este es el mensaje que transmite el cartel que veo cada día de camino al trabajo. Me informa de que el sistema electrónico de control del tráfico en la carretera que lleva a mi redacción existe gracias al dinero procedente de la Unión Europea.

En Polonia hay muchos carteles como este. Aparecen en las nuevas carreteras, delante de las escuelas y piscinas. Se han restaurado decenas de monumentos, se han construido bibliotecas universitarias y laboratorios, y se han abierto nuevos centros de cultura.

Más de 5,9 millones de polacos, lo que quiere decir el 15% de la población, han recibido apoyo de Fondo Social Europeo: la Unión Europea ha invertido en sus cualificaciones. Los polacos se las arreglan estupendamente en cuanto a la captación del dinero de la Unión: desde principios de 2007 hasta abril de 2013 han presentado casi 260.000 solicitudes de financiación complementaria por un importe total (incluyendo los fondos tanto nacionales como europeos) de 542.000 millones de zlotys.

No es de extrañar que antes de la crisis el apoyo al proyecto europeo, según los sondeos, excediera de forma regular el 80%, y entre los jóvenes y titulados universitarios, el 90%. Incluso la crisis ha causado solo unas ligeras variaciones: según el Centro de Investigación de la Opinión Pública (CBOS, por sus siglas en polaco), en diciembre de 2012, los detractores de la presencia de Polonia en la Unión Europa representaban tan solo el 15% de la población.

Las voces de los detractores de la presencia de Polonia en la Unión Europea han desaparecido del debate público. Prácticamente se pueden encontrar únicamente en los periódicos nacionalistas y en los oscuros rincones del Internet polaco. Antes del referéndum de adhesión de 2004, a los polacos se les metía el miedo de que la eterna nación polaca se disolvería en la olla europea, o bien de que los malvados alemanes (y otros extranjeros) comprarían nuestro suelo natal.

Todos estos temores, en su momento serios para muchos, hoy prácticamente ya no existen: para los jóvenes es natural la posibilidad de viajar de forma libre por toda Europa, así como la posibilidad de estudiar en las universidades occidentales. El nivel de vida de los polacos se está aproximando progresivamente al nivel de vida en los países de Europa occidental: nuestro PIB per cápita ha excedido la mitad del PIB de los países occidentales. Este nivel, según los historiadores en el ámbito de la economía, lo hemos alcanzado solo unas cuantas veces a lo largo de toda nuestra historia, siempre en los períodos denominados Edad de oro.

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De ahí que los polacos observen con sorpresa el descontento hacia Europa que se extiende por muchos países de la “vieja Unión”. Para la mayoría de mis compatriotas, la adhesión a la Unión ha sido un buen negocio. Gracias a las generosas subvenciones, la Unión convenció incluso a los agricultores polacos. Hoy siguen opinando que la adhesión ha sido una buena idea aunque la confianza en las instituciones europeas esté disminuyendo.

Naturalmente, el dinero y la promesa de bienestar que se esconde tras él constituyen un imán poderoso de la Unión: son también su defecto más cardinal. La solidaridad se pone a prueba en los tiempos de crisis. No sobrevivirá si se construye sobre las promesas vinculadas al dinero.

La crisis en Grecia y España ha revelado este mecanismo a los polacos. Mientras los griegos se echaban a la calle para protestar, nosotros veíamos los informes que llegaban desde Bruselas sobre las interminables reuniones de los eurócratas. No se hacía mención alguna a la solidaridad europea: solamente se contaba el dinero. Tampoco se mencionaba alguna idea unificadora de Europa, aparte de la idea del mercado común. Gracias a las crisis griega y española hemos descubierto rápidamente las limitaciones ideológicas de Europa como proyecto. Han pasado ya más de 60 años desde que el sociólogo americano Daniel Bell anunciara “el fin de la edad de la ideología”. La Unión podría haberle servido de ejemplo. El lenguaje de la idea ha sido sustituido por el lenguaje de la técnica, lo cual se ve en las instituciones europeas mejor que en ningún otro sitio. Tanto la gente que trabaja en ellas, como los propios edificios, parecen expresar la misma idea: son la esencia de la tecnocracia insípida que se rige por regulaciones y complicados presupuestos escritos en un lenguaje incomprensible.

Conozco personalmente a algunos eurócratas: son, sin excepción, personas amables, inteligentes y cultas, llenas de buena voluntad. Sin embargo, vestidas con su traje, forman parte del anónimo e impersonal aparato.

Europa se ha construido en oposición a una idea poderosa que ha llevado al continente al borde de la autodestrucción: la idea del nacionalismo. Bajo el símbolo de los Estados, se han cometido terribles crímenes, aunque haya habido también un sacrificio por Europa. ¿Es alguien capaz de sacrificarse por Europa? ¿Por la Comisión Europa? ¿Despiertan estas instituciones en alguien cualquier otro sentimiento que no sea el cansancio?

Europa necesita una idea principal capaz de ofrecerles a los europeos símbolos y objetivos que despierten emociones, apego y solidaridad. No, no sé cuál podría ser, pero si no la encontramos, cualquier crisis será una amenaza de destrucción para esta impresionante estructura.

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