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Columna
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Muerte y confección

Los obreros del textil de Bangladesh no necesitan boicoteos, sino sindicatos y un Estado vigilante

Lluís Bassets

Muchos de quienes desfilaron ayer con motivo del Primero de Mayo llevaban una prenda cortada y confeccionada en una de las 5.000 empresas de manufactura textil que dan empleo a cuatro millones de personas en las 200.000 instalaciones industriales de Bangladesh. Es probable, incluso, que dicha prenda haya salido de una de las cinco fábricas que se alojaban en el Rana Plaza, el edificio que se hundió con cinco mil obreros dentro el pasado 24 de abril.

Tiene toda la lógica, porque el textil de Bangladesh es una pujante industria que ocupa a cuatro millones de personas, exporta 20.000 millones de dólares anuales y representa el 17% del PIB. El textil chino, de largo el primer exportador con un tercio de la producción mundial y el único que supera al bangladeshí, tiene crecientes dificultades para competir en precios con el país donde se pagan los salarios industriales más bajos del mundo, aproximadamente 32 euros al mes.

El Rana Plaza era inicialmente un edificio de cinco plantas, destinado a centro comercial. Su propietario, Sohel Rana, construyó ilegalmente tres plantas más y lo destinó a uso industrial, sin importarle el incremento de carga ni la fragilidad de la estructura. Hasta ahora se han extraído cerca de 390 cuerpos sin vida de las ruinas, pero el balance de muertos puede elevarse por encima de los 800, al que hay que añadir numerosos heridos y mutilados, en lo que ya es el siniestro más mortífero de la historia de esta industria.

El caso de Rana, ahora detenido, no es excepcional si se atiende a la alta siniestralidad del sector textil, en forma sobre todo de incendios y de hundimientos de edificios, fruto de las pésimas instalaciones y de la construcción precaria y descontrolada. En los últimos cinco años han fallecido 700 trabajadores solo en incendios, 112 de ellos en el mayor de todos, declarado el pasado noviembre también en Dacca.

Esta última catástrofe tiene un punto en común con el hundimiento del Rana Plaza: en ambos casos hubo capataces que tuvieron un comportamiento criminal. Según el Daily Star de Dacca, en el incendio de noviembre los encargados impidieron a los trabajadores que abandonaran los talleres una vez se había declarado el fuego. En el caso del Rana Plaza, aparecieron grietas y se oyeron crujidos en la víspera del hundimiento, pero las empresas no ordenaron el desalojo y obligaron a los trabajadores a acudir igualmente al día siguiente.

La calidad de las instalaciones no entra en el radio de visión de una administración que cuenta apenas con medio centenar de inspectores de edificios industriales para todo el país. Human Rights Watch ha recogido el testimonio de inspectores que acreditan el trato de favor que reciben la primera industria bangladeshí por parte del Gobierno. “Intentamos siempre mantener buenas relaciones con el sector gerencial y normalmente les avisamos antes de la inspección”, señaló uno de los inspectores.

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Sohel Rana, además de propietario del edificio, es un dirigente local del partido en el gobierno, la Liga Awami. No es un dato anecdótico en un país de corrupción oceánica, donde hay un berlusconismo de los miserables que convierte a la política en palanca descarada para la promoción de los negocios de quienes la ejercen.

Tan alta siniestralidad tiene una sencilla explicación económica. La presión a la baja de las multinacionales de la confección sobre los precios encuentra todavía una cierta flexibilidad en los alquileres de los edificios y el mantenimiento de las infraestructuras, dado que ya es imposible reducir aún más los salarios. La catástrofe puede alentar el boicoteo a las manufacturas de Bangladesh o estimular la imposición de barreras comerciales bajo la excusa humanitaria de las pésimas condiciones de trabajo, sin tener en cuenta que los trabajadores del textil necesitan sus pobres salarios, mejores que los ínfimos ingresos que proporcionan los trabajos en el medio rural de donde ellos provienen. Bangladesh necesita su industria textil para salir definitivamente de la pobreza, al igual que las mujeres, que ocupan el 80% de los puestos de trabajo, también la necesitan para emanciparse y construir sus vidas sin el control tradicional de padres, maridos y hermanos.

Mucho pueden y deben hacer, por supuesto, las multinacionales del textil que producen en Bangladesh, sobre todo para que sus prendas se fabriquen en condiciones dignas, que incluyen por supuesto la seguridad de los edificios y la defensa de los trabajadores. La tragedia de Dacca es un clamor por una Administración pública eficaz, que inspeccione con diligencia y ordene el sector, y por unos sindicatos fuertes y vigilantes, que denuncien las condiciones de trabajo y los abusos criminales de capataces que impiden a los trabajadores salvar sus vidas en caso de accidente. La desregulación y el Estado mínimo, al igual que la prohibición de los sindicatos, que tanto gustan a los conservadores occidentales, son la guadaña de la muerte para los obreros de la confección.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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