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Columna
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Mala sangre

La extensión del resentimiento antialemán va de las calles a los pasillos del poder

En inglés, la expresión bad blood se usa para describir el deterioro que en una relación provoca la percepción de que una de las partes está dañando a la otra. El resultado es la animosidad pero, sobre todo, la ruptura en la capacidad de las partes de comunicarse e interactuar cordialmente. Piensen ahora en los retratos de Angela Merkel caracterizada como una nazi en las manifestaciones en Atenas o en las esvásticas que se vieron en las calles con motivo de su visita a Lisboa. O fíjense, en sentido contrario, en la desgraciada portada de Der Spiegel, la prestigiosa revista alemana, con un montaje en el que presenta un campesino típico del sur de Europa subido en un burro cargado de billetes bajo un paraguas europeo acompañado del titular: “La mentira de la pobreza, cómo los países en crisis esconden su riqueza”.

Y no olviden que pese a que el centroizquierda se haya hecho con el Gobierno en Italia, el 55% de los italianos votaron a Beppe Grillo o a Silvio Berlusconi, cuyos discursos electorales fueron furibundamente antialemanes. Como se ha visto en la polémica generada por el documento interno del Partido Socialista francés en el que se acusa a la “intransigencia egoísta” de Alemania de hundir Europa, no hablamos solo de las calles o las portadas de la prensa, sino de la extensión del resentimiento por los pasillos del poder donde se mueve la élite política; mientras Hollande se hunde en las encuestas, dicen en París, Merkel se encamina a su reelección. España tampoco queda al margen: como mostró la tribuna del embajador alemán en este mismo diario el viernes pasado (Desde la profunda amistad),las relaciones de España con Alemania, que en razón de la ausencia de una historia negativa o conflicto bilateral han sido de las mejores existentes en todo el seno de la Unión Europea, se han despeñado por una sima de desconfianza recíproca y percepciones cruzadas sumamente negativas. Mala sangre.

Estos fenómenos no son ruido que podamos despreciar como anecdótico sino síntomas de una enorme paradoja. Desde que comenzara la crisis, Alemania ha logrado imponer, una tras otra, todas sus tesis, y conducir las soluciones al ritmo que ella ha deseado. A Merkel no se le puede acusar de doblez o falta de honestidad: simplemente intenta aplicar a Europa lo que funcionó en Alemania. Tanto el diagnóstico de la crisis, centrado en el sobreendeudamiento, la falta de competitividad y la laxitud política y fiscal de la periferia, como las soluciones, articuladas en torno a la combinación de austeridad presupuestaria y reformas estructurales que mejoren la competitividad, mimetizan la experiencia de Alemania en la década pasada. Si a nosotros nos funcionó, piensan los alemanes, ¿por qué no les iba a funcionar a los demás?

Dada la primacía de Alemania, solo hay una receta encima de la mesa: la alemana. Una posible alternativa federalista, basada en una rápida integración política y económica en torno a una unión bancaria, un presupuesto europeo reforzado y la mutualización de la deuda no está hoy por hoy disponible. El abatimiento del Gobierno español ante la escalada del paro y su inconvincente y humillante petición de paciencia tiene que ver con la toma de conciencia de que la receta alemana puede triunfar y sacarnos de la crisis o fracasar y llevarnos al colapso del euro y de las sociedades del sur de Europa, pero no verá una alternativa. Si el euro sobrevive, lo hará con el salvavidas que le ha configurado Alemania, un salvavidas articulado sobre el equilibrio presupuestario y la represión salarial y acompañado por una vigilancia muy estricta sobre los Estados de la eurozona. La asimetría es tal que mientras Francia, Italia y España se despeñan, Alemania no solo impone su modelo económico, sino que lo hace sin perder soberanía. Al revés, su democracia está saliendo reforzada: su Parlamento es hoy más fuerte, su Tribunal Constitucional manda sobre la integración europea y Merkel es la única líder de la eurozona que será reelegida.

Todo esto nos lleva a un callejón sin salida, ya que no existe un proyecto político que dé sentido a esa Europa. Tras haberse superado en parte la desconfianza de los mercados, lo que se extiende ahora es la desconfianza política. Cada día que pasa, la posición de Berlín se hace más insostenible. Estamos pues ante la apertura de una crisis política cuyo eje es la polarización y el resentimiento hacia la germanización económica de Europa. La Europa alemana está triunfando económicamente pero fracasando políticamente, lo que no sabemos dónde nos llevará. De ahí que vuelva la incertidumbre.

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