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Tribuna
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La cuenta pendiente

La brecha social amenaza gravemente al México de las reformas del presidente Peña Nieto

Obama, en el Museo de Antropología del DF.
Obama, en el Museo de Antropología del DF.Jorge Núñez (EFE)

Barack Obama ha dicho que las reformas de México sorprenden al mundo. El presidente estadounidense desea que terminen bien porque son una larga aspiración del pueblo mexicano.

Timothy Geithner, su ex secretario del Tesoro, ha anunciado que varios países envidian a México. El Washington Post, The Economist, el New York Times y El PAÍS todos están de acuerdo: para México es ahora o nunca.

Sin embargo, los problemas históricos, las injusticias permanentes y la brecha social amenazan gravemente al México de las reformas de Enrique Peña Nieto.

Lula da Silva entendió que ni el Partido de los Trabajadores, ni la reconciliación entre derecha e izquierda, nada de nada podría pasar si no se enfrentaba primero con la brecha social. El progreso que ha conseguido Brasil, lo conocemos todos.

¿Por qué, cuando todos los indicadores muestran la posibilidad real de un despegue de México, la violencia es el único problema que aparece después de tantos años de confusión?

Hay muchas razones, pero una es básica: México sufre un pecado democrático original. La alternancia en el poder y la llegada de Vicente Fox, que puso fin a 70 años de priismo, con independencia del fracaso histórico que supuso en términos absolutos, dejó e instaló en el país una sensación de desconcierto que persiste hasta ahora.

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Al Gabinete de Fox, seguramente el de más amplio respaldo democrático de la historia mexicana, le faltó conciencia para hacer cumplir la ley. Confundió el origen de la legislación priista con la necesidad de que un país sea regido por la firmeza democrática. Tuvo miedo y permitió que un grupo de macheteros de Atenco pusiera de rodillas al Gobierno mexicano, impidiendo el plan de ampliación del aeropuerto de la capital del país en esa localidad.

A partir de ahí, empezó a confundirse todo. Se confundió que las leyes fueran promulgadas por gobiernos priistas con la obligación de cumplirlas. Se confundió el mandato democrático y el diálogo con la necesidad de garantizar unos mínimos parámetros que permitan la convivencia de todos. Se confundió la exigencia política de pedir responsabilidades por el pasado con la culpa en abstracto y la incapacidad de producir nada más que escarmiento y vergüenza con la creación de una fiscalía especial para indagar sobre los crímenes del priismo y tratando de llevar a la cárcel al ex presidente Luis Echeverría.

El sucesor de Fox, Felipe Calderón, tuvo un problema elemental: no entendió que su legitimidad no debía provenir de los fusiles y de su declaración de la guerra contra el narcotráfico. No entendió que, mucho antes que tratar de extirpar el cáncer de los carteles en la sociedad mexicana, la primera obligación de un presidente es hacer cumplir la legitimidad democrática.

Se fue sin ganar la cruzada y llevó a México 50 años atrás cuando había militares por las calles, exactamente lo que evitó Plutarco Elías Calles, para civilizar su paso por la política.

En este momento, los carteles siguen matando gente y continúan siendo un problema importante. Pero no parece que puedan embargar el futuro del país. Al contrario que las protestas de los maestros en Chilpancingo o la ocupación de la rectoría en la UNAM que, unidas a las imágenes de las manifestaciones del 1 de diciembre al grito de “El asesino de Atenco” –contra Enrique Peña Nieto, no hay que olvidarlo-, sí colocan a México en una disyuntiva difícil.

El Ejecutivo actual ha creado un desgobierno, en el sentido de la necesidad de hacer cumplir las leyes, que se traduce en desgobierno social. El complejo democrático de los panistas, la no superación de la condena por un pasado ya superado y la incapacidad de no haber producido otras nuevas no les exime de su ineficacia para hacer cumplir la ley en la calle.

Quien sea que esté meciendo la cuna para crear problemas, lo está consiguiendo porque, sobre todo, confía en que el Gobierno siga teniendo complejos, es decir, que no sepa que si una ley no gusta, se cambia, pero que las leyes en vigor se cumplen.

Y en medio de eso, existe una estrategia destinada a crear un problema claro y, desde luego, a controlar lo evidente: que con independencia del problema de los carteles, México sea un país sin leyes, sin gobierno, sin orden y, por lo tanto, sin futuro.

Ese es el mayor desafío que, de verdad, tiene el Gobierno de Peña Nieto: vencer sus propios genes, algo que, de verdad, nunca consiguieron los panistas, y ser capaz de articular, igual que se está haciendo a través del Pacto por México o con el programa modernizador de las reformas, una política de seguridad y de orden público democrático que de confianza y fiabilidad.

Y eso pasa no sólo por ir liberando a las víctimas de falsos y malos procesos judiciales, como en el caso del general Tomás Ángeles Dauahare o de tantos otros, sino también por imponer la ley a esos funcionarios corruptos que vendieron el uso de la justicia y que permiten que, a la hora de evitar la quema de un local o el asalto a un partido, surja el complejo democrático.

Antonio Navalón es periodista.

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