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Columna
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España y Venezuela

Cuando una oferta de intervención, por moralmente justificada que parezca, sea susceptible de entenderse como intromisión, los terceros lo mejor que pueden hacer es abstenerse

Nicolás Maduro, este martes en Uruguay.
Nicolás Maduro, este martes en Uruguay.Iván Franco (EFE)

El ministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel García-Margallo, aludió vagamente la semana pasada a la posibilidad de una mediación en Venezuela entre el poder chavista y la oposición, que ha presentado una demanda —perfectamente inútil, como sus autores no ignoran— de revisión de los resultados de las elecciones presidenciales, en las que venció el oficialista Nicolás Maduro.

Era una actitud animada de las mejores intenciones, pero que fue rechazada con cajas destempladas y fornidos improperios contra la democracia española. El presidente venezolano parecía necesitado de redorar los blasones del enemigo exterior para hacer honor al papel que trata de representar: sucesor del líder bolivariano y antecesor en la jefatura del Estado, el desaparecido Hugo Chávez. Pero el incidente sirve para ilustrar hasta qué punto España tiene que andar con pies de plomo en sus relaciones con América Latina.

En todos los países latinoamericanos, incluso aquellos que se sientan más próximos a la exmetrópoli, hay un partido antiespañol, normalmente minoritario pero no por ello exento de influencia. Y, tras la Bolivia de Evo Morales, que abomina sin matices de lo que España haya significado para la población autóctona de su país, nadie como el chavismo venezolano siente mayor irritación contra la antigua potencia colonial. La condenación universal de la acción de España en América, que reiteraba inagotable Simón Bolívar —lo que era seguramente comprensible porque estaba embarcado en una múltiple guerra de independencia—, se reproducía con gran fidelidad en quien aseguraba ser su reencarnación, el presidente Chávez, e inevitablemente se transmitía a Maduro, que se interpreta como la reencarnación de la reencarnación.

El Gobierno español ha de poder actuar cuando le llamen en un ámbito

Cuando se habla de mediar, siquiera sea cogida por los pelos como en este caso, es bueno cerciorarse de que la acogida sea cuando menos cortés. En el caso de Venezuela lo furibundo de la respuesta —que España no meta las narices donde no le llaman— descalifica en el terreno de los usos diplomáticos a quien la formula, amén de que no solo es España sobre quien se hacen gruesos pronunciamientos, puesto que Maduro sostiene simultáneas trifulcas con Perú y Colombia. Hugo Chávez calibraba mejor el exabrupto. Lo que permanece, sin embargo, es la desafección que el chavismo siente por el PP, muy vinculada a la celeridad con que el Gobierno de José María Aznar reconoció en 2002 al régimen que tan efímeramente —48 horas— emergió del golpe militar, bajo la presidencia del empresario Pedro Carmona.

Y aún habría que añadir que el líder de la oposición, Henrique Capriles, difícilmente podía mostrar entusiasmo por un diálogo que a los ojos de más de media Venezuela habría equivalido a ponerse en manos del extranjero para resolver un problema exclusivamente interno. Cuando una oferta de intervención, por moralmente justificada que parezca, sea susceptible de entenderse como intromisión, los terceros lo mejor que pueden hacer es abstenerse.

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El ministro de Exteriores socialista, Miguel Ángel Moratinos, no era latinoamericanista y, al igual que su jefe, José Luis Rodríguez Zapatero, debía haber prestado mayor atención a los países de nuestra lengua, lo que habría significado visitarlos con mucha mayor frecuencia, pero sí entendió a la perfección que no había que tener iniciativas que nadie le pedía. España, como bien sabe el equipo diplomático español in situ, no debe actuar sin consulta previa con los interesados o con los mayores poderes en la zona, como olvidó Aznar cuando quiso castigar a Cuba por su tratamiento, con toda seguridad deleznable, de la oposición.

A Europa, que el líder popular quería arrastrar consigo en la reyerta, le importaba francamente poco el tema, y la operación hubo de saldarse con una posición común europea de escaso fuelle, y la omisión, en el mejor de los casos displicente, del resto de América Latina. La jaculatoria de Monroe “América para los americanos” tiene hoy su correlato de plena aplicación en el mundo posibérico.

América Latina es la gran justificación, con todas las tinieblas que ello pueda entrañar, de la existencia de España como comadrona del mundo contemporáneo. España ha de estar siempre dispuesta a actuar cuando la llamen para poner a prueba la existencia de un poder blando, en un ámbito que debería serle propio.

Recientemente Colombia, donde España goza de excelente crédito, no tuvo a bien, sin embargo, darle un papel por modesto que fuera en su proceso de paz. Y a ese tipo de intervención de buenos oficios es a lo que hay que aspirar. Pero sin dejar de recordar que los titulares se reservan siempre el derecho de admisión.

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