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La segregación se impone tras la guerra

La violencia étnica disminuye, pero se ahonda la división en la sociedad

Andrea Rizzi (Enviado Especial)
Una barricada levantada en el acceso al principal puente de Mitrovica, en abril.
Una barricada levantada en el acceso al principal puente de Mitrovica, en abril.marko djurica (REUTERS)

Los gobernantes de Belgrado y Pristina se reunieron el pasado mes de octubre por primera vez desde la declaración de independencia de Kosovo en 2008. Ya en abril, sellaron un importante acuerdo. Pero en el pueblo kosovar de Rubofc, donde por falta de medios y de forma absolutamente excepcional alumnos serbios y kosovares comparten el mismo edificio, los chavales no solo estudian en clases separadas, sino que tienen incluso el recreo a horas separadas. “Son solo niños. Pero tenemos que hacerlo así, porque cualquier puñetazo de un niño se convertiría en un grave asunto político”, dice la maestra Liljana Ricevic, de 55 años.

Ricevic cobra su sueldo de Belgrado; no sabe cuántos alumnos tiene la rama albanesa de la escuela —un pobre y pequeño edificio con media docena de clases unos 20 kilómetros al sur de Pristina— y ni siquiera sabe dónde han ido los alumnos albaneses, que no se hallaban en la escuela la mañana del viernes. “Están de excursión”, dice. En realidad, se encuentran en los alrededores recogiendo desechos en la jornada Kosovo Limpio. Las dos comunidades viven de espaldas bajo el mismo techo. No hablan entre ellos. Y los niños no podrían aunque quisieran: no hablan el idioma del otro.

Cinco años después de la independencia, en Kosovo la violencia interétnica se ha reducido y hay mayor libertad de movimientos. En todo el centro y el sur del país, donde albaneses y serbios conviven, el clima es menos tenso. Sin embargo, las comunidades se han cerrado en compartimentos estancos, en una separación que se consolida progresivamente, alentada por la política.

Cada uno tiene sus escuelas, sus hospitales. No hay ciudades mixtas. Los jóvenes serbios no aprenden albanés, y viceversa. Y el sistema legislativo ha creado las bases para una “segregación de instituciones”, como observa Ilir Deda, director del Instituto Kosovar para el Desarrollo y la Investigación Política. Se han descentralizado poderes y diseñado nuevos municipios para zonas en las que los serbios —que representan un 7% de los 1,8 millones de kosovares— son mayoría. El reciente acuerdo entre Serbia y Kosovo profundiza en esa dinámica de consolidar comunidades separadas en lugar de promover una sociedad multiétnica.

No faltan esfuerzos para revertir esa tendencia. Quienes paseaban el pasado jueves en el parque Gërmia de la capital se encontraron con una escena inspiradora: el entrenamiento de los Kosovo Roosters, un equipo de rugby mixto, en el que juegan 20 albaneses, ocho serbios, y algunos europeos. Una iniciativa valiente en una sociedad con comunidades que no quieren ni jugar una contra otra.

Denis Dautaj, de 31 años, fundó los Roosters hace un año. El jueves, por primera vez, varios jóvenes serbios —Milan, Nemanja, Dragisa y Miljan, de entre 18 y 20 años— entrenaban con el equipo en Pristina. “Fui a recogerles en coche a su pueblo, en las afueras; tenían temor a venir solos”, explica. Durante el entrenamiento, un grupo de soldados estadounidenses observa el juego sin intervenir, en una idílica proyección de lo que podría ser Kosovo. Tras el entrenamiento, el equipo se reunió en el bar Antika para beber una cerveza. Pero sus miembros no conversaron entre ellos: no conocían sus respectivos idiomas.

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Las heridas de la guerra son todavía abismales en Kosovo y quizá una civilizada segregación de comunidades sea la única solución factible. Hazir Matoshi nació en 1917, vio a fascistas, nazis, vivió la era de Tito. Sin moverse de su tierra tuvo media docena de nacionalidades. “¿Qué ha sido lo peor que he visto? Milosevic”, responde, sin dudar, tumbado en su cama en el salón de la casa a las afueras de Pristina, bajo la mirada de su hijo y su nieto. Y eso que, según cuenta, en la monarquía yugoslava los albaneses no tenían derecho a la educación.

Lars Burema, miembro del Centro Europeo para los Asuntos de las Minorías, considera que “hay cierta interacción a nivel político, de empresas, pero no a nivel social. Viven separados. Sin embargo, hay que entender que estos procesos requieren mucho tiempo, y es muy positivo que los episodios de violencia hayan disminuido”. El Gobierno, en aras de lograr el apoyo de la comunidad internacional, ha aprobado leyes de garantías para las minorías, y entregado fondos para el desarrollo de infraestructuras en los municipios serbios. En Kosovo puede que se construyan carreteras, pero no puentes.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi (Enviado Especial)
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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