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Tribuna
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Cosas que ocurren en Cali

Juan Jesús Aznárez

Durante muchos años, hasta la crisis del 2008, los escándalos y desafueros latinoamericanos fueron observados desde España con cierto menosprecio, con la jactancia del ilustrado frente al analfabeto. “Eran cosas que ocurrían en Cali”, resumía acertadamente un amigo, viajero frecuente por América Latina. Cosas que ocurrían en Cali, en Oaxaca, en Tegucigalpa o en Pernambuco. Cosas de un subcontinente bananero y subdesarrollado. Pero pincha la burbuja inmobiliaria en España, se desborda la crisis económica, social, territorial y política, y la madre patria exhibe una sentina de corrupciones que avergonzaría al ‘negro Durazo’, al fallecido jefe policial mexicano Arturo Durazo, cuya corrupción en el decenio 1970-80 fue legendaria.

Cosas de Cali, se burlaban algunos ejecutivos españoles destinados en Caracas, Lima, Santiago o Buenos Aires cuando comentaban sus encuentros con funcionarios sobornables y políticos comprados. No pocos eran ejecutivos soberbios, perdonavidas empleados de Telefónica, Aguas de Barcelona, BBVA o Iberia, que los reclutó en sus oficinas de Zaragoza, Vitoria o Sabadell. “Es que la corrupción en América latina no tiene remedio”, decían. A rebufo de las privatizaciones, algunos pasaron de las ventanillas de catastro de provincias a dirigir equipos humanos importantes en las capitales de Latinoamérica. Jugaban al pádel con langostas, y su arrogancia era más bien paleta y faltona. “Se subieron a un ladrillo y se marearon”, recordaba otro amigo.

España parecía vanagloriarse de la abundancia y el despilfarro. El PIB crecía, Hacienda gratificaba con 2000 euros el fomento de la natalidad, y América Latina era un promisorio patio trasero: el destino preferido de los funcionarios gorrones que reventaban los aviones fletados por las autonomías. En algunos casos, el pasaje oficial incluía un cortador de jamón, probablemente el único miembro de la delegación que se ganaba el jornal pues no daba abasto despachando perniles. España era Jauja, y Latinoamérica un parque temático de la corrupción y la malversación de fondos.

Los titulares de la prensa local parecían confirmar esa prepotente percepción de muchos españoles durante la engañosa y frágil prosperidad nacional. Fíjate: desfalco en Argentina, compra venta de diputados en Bolivia, compra venta de sindicalistas en México, fraude oficial en Guatemala, contratos falsos en la administración de Colombia, etcétera, etcétera. ¿Y España? En España, prosperaron los artificios contables y el cerdo ibérico hasta el 2008, hasta el año de la catarsis, hasta el momento en que resulta que las cosas que pasaban en Cali, también pasaban en la madre patria desde hacía decenios. Desfalco en Navarra, compra venta de diputados en Madrid, compra venta de sindicalistas en Andalucía, contratos amañados en Barcelona, corrupción en Valencia, empresarios ladrones, banqueros cleptómanos, etcétera, etcétera.

Las guarradas descubiertas en España por la justicia y las purgas de la propia crisis son tan graves que asombraron en un subcontinente curado de espanto. La mirada de millones de latinoamericanos sobre España cambió desde hace un quinquenio a caballo del diluvio de detritus procedente de la península. No es una mirada mejor, ni peor: es más precisa, más exacta, menos determinada por el fatalismo regional, y las sucesivas crisis gubernamentales y económicas. América Latina observa a España con benevolencia, pero sin complejos, convencida de que latinoamericanos y españoles, desde el paisa de Antioquia al maño de Aragón, somos primos hermanos en casi todo. Con la salvedad de que, en el negociado de corrupciones oficiales, la madre patria demostró más atrevimiento y creatividad.

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