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Los generales nunca se fueron

Mohamed Morsi inauguró su mandato con un intento de descabezar a la Junta Militar

Tras un sofocante Ramadán al que precedió un no menos tórrido proceso electoral —no exento de irregularidades—, el presidente egipcio, Mohamed Morsi, inaugura su mandato con una decisión que determinará su futuro y que un año después sumergirá al país en el mar de sangre, rencor y oprobio en el que ahora boquea. Decidido a acabar con medio siglo de dictadura castrense, el primer mandatario civil en décadas hace uso de sus prerrogativas e intenta descabezar a la Junta Militar que reemplazó en el poder al decrépito Hosni Mubarak, derrocado en una asonada interna al socaire del alzamiento popular. En un polémico decreto presidencial, jubila al eterno ministro de Defensa, mariscal Mohamed Tantaui, y al general Sami Anan, jefe de Estado Mayor, y cancela la declaración constitucional complementaria, emitida por la propia Junta, que pretendía limitar los poderes del jefe del Estado y garantizar los abusivos privilegios de los que gozan los oficiales egipcios desde la algarada que en 1952 acabó con la monarquía.

Aquel inesperado y contundente movimiento perseguía dos objetivos principales: el primero, desmilitarizar el Estado y abrir la senda hacia una revolución genuina, en la que las Fuerzas Armadas quedaran supeditadas a la autoridad civil, tradicional exigencia de la oposición, tanto laica como islamista; el segundo, atajar los anhelos de los movimientos más extremistas y fortalecer el sector más moderado de la Hermandad frente a aquellos que demandaban una islamización más rápida, profunda y excluyente, similar a la que existe en naciones como Arabia Saudí. La decisión de incluir a coptos y tecnócratas considerados independientes en el Gobierno y de sustituir a los gobernadores militares por civiles generó esperanzas que la cruda realidad de un país fraccionado y aturdido, y los errores del propio Morsi, se ocuparon de anegar. El más grave de ellos, tratar de navegar por las procelosas aguas de la transición sin la compañía del resto de las fuerzas, laicas y religiosas, confiado en la legitimidad que le concedieron las urnas. Una ausencia de diálogo que a la postre ha beneficiado las aspiraciones totalitarias del Ejército, que en ningún momento albergó la idea de ceder el poder.

Tampoco la llamada oposición laica y progresista ha sabido leer la situación y comprender las aspiraciones de los millones de egipcios que en enero de 2011 tomaron las calles del país para exigir dignidad y justicia social. La prioridad de quienes abarrotaron la plaza de Tahrir nunca fue la democracia, sino el castigo a esa oligarquía parasitaria, crecida en torno a la dictadura castrense, que esquilmaba el país y había abocado a la mayor parte de la población a la pobreza. Persuadida de que, a la larga, el nuevo régimen no garantizaría su inmunidad, la plutocracia militar recurrió a la propaganda, cimentada en carteles como el que muestra a un soldado con un niño en brazos en medio del caos, para socavar un proceso que amenazaba con desviarse de sus intereses. Primero, presentando a Morsi y su Gobierno civil como meros sustitutos de aquella aristocracia alumbrada en torno a Gamal Mubarak, hijo y fallido heredero del dictador. Después, tildando de “radicales” y “terroristas” a quienes se manifestaban para defender la legitimidad del nuevo mandatario.

Ofuscada en el proceso político, más pendiente de los pasillos de las embajadas que de las ambiciones de un pueblo indignado, una parte de esa oposición laica se sumó al juego y cabildeó en despachos y garitas para apropiarse de un poder que le negaron los votos. Otra aplaudió, incluso, el caciquismo de un Ejército al que designó como tutor y salvador de la patria frente al espectro de una islamización en ciernes. La máscara se desanudó el pasado 3 de julio y cayó definitivamente esta semana. Desde entonces, seguidores del depuesto Morsi y afines al movimiento de Mohamad el Baradei han intentado negociar una salida con el Ejército, que se ha dedicado a torpedear todos los esfuerzos en pos de un entendimiento tardío que propiciara un Gobierno de unidad nacional y el fin pacífico de las protestas. Cierto es que la tardanza, la incapacidad del premio Nobel y la intransigencia de la sección más extremista de la Hermandad, vigorizada por el golpe de Estado del general Al Sisi, han contribuido al óbito de una transición que nació enferma. Rota la baraja política, Egipto regresa ensangrentado al pozo donde estaba antes de 2011. Bajo la bota de un generalato represor que impone gobiernos y tiene aversión a las libertades.

Javier Martín ha sido corresponsal en Egipto entre 1996 y 2008 y es autor del libro Los Hermanos Musulmanes (Catarata).

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