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“Nos hacían la vida imposible”

La alegría y el alivio de los vecinos del barrio donde estaba la mayor de las protestas refleja la profunda división que amenaza con romper la sociedad

Una persona inspecciona los restos de la mezquita de Rabaa al Adauiya
Una persona inspecciona los restos de la mezquita de Rabaa al AdauiyaMohamed Abd El Ghany (Reuters)

Varios coches calcinados y un molesto olor a gas recibían ayer a quienes se aproximaban a la mezquita de Rabaa al Adauiya a través del puente del Seis de Octubre. Sorteando los obstáculos, el tráfico discurría por el punto en el que los partidarios del depuesto Mohamed Morsi se habían enfrentado durante horas a la policía, en su último intento de defender las acampadas. Un poco más adelante, pasado el monumento al Soldado Desconocido, varios tanques del Ejército cerraban parcialmente el paso a los vehículos, para permitir que los servicios de limpieza eliminasen los restos de la destruida ciudad-protesta.

Las excavadoras estuvieron trabajando durante toda la noche y, ya por la mañana, de las acampadas solo quedaban barro, ceniza y escombros. Un grupo de barrenderos descansaba tras una dura jornada, delegando en las decenas de personas sin recursos que acudían a pie o en burro con la esperanza de encontrar algo que vender entre los escombros. Atravesando la avenida principal, donde el barro y el agua lo inundaban todo, un descapotable rojo hacía sonar la bocina, para anunciar la llegada de una pareja de recién casados. El ambiente en el barrio de Ciudad Nasser no era ayer de consternación, sino más bien de alivio. Los residentes en la zona de las protestas salían a la calle sintiéndose como los supervivientes de una tormenta, e inmortalizando con sus cámaras de fotos, móviles y demás dispositivos electrónicos los restos del desastre. Rana al Jatib, ingeniera de 27 años, fue testigo desde su balcón de lo que define como fuego cruzado y, aunque afirma que las fuerzas de seguridad utilizaron fuego real, se pone de parte del Gobierno interino: “Los Hermanos Musulmanes sostienen ser pacíficos, pero no lo son. No solo porque fueron ellos los que comenzaron a atacar a los agentes, sino porque nos hacían la vida imposible a quienes vivimos por aquí. Si salías a la calle tenías que asegurarte de llevar tu carné de identidad o corrías el riesgo de ser detenido [por los islamistas] o golpeado. Ayer intenté grabar un vídeo de lo que estaba pasando y uno de ellos me miró y me dijo, con un gesto que me heló la sangre, que si se me ocurría hacerlo me cortaría el cuello”.

La alegría que exhibían los vecinos y la ausencia de cualquier rastro de solidaridad, pese a la brutalidad del desalojo policial realizado bajo sus ventanas, refleja la profunda división que amenaza con romper del todo la sociedad egipcia.

La propia mezquita de Rabaa al Adauiya centraba la mirada de la mayoría de los curiosos tras el incendio, que no afectó a su estructura, pero sí al color blanco de su fachada. La mayoría de ellos mostraban su disgusto por la quema del templo donde solían rezar, aunque no podían evitar expresar su júbilo por las consecuencias que para ellos tendrá la disolución de las acampadas. “Así no podíamos seguir. Nos resultaba imposible aparcar en ningún sitio y para movernos a cualquier lugar teníamos que emplear gran cantidad de horas. Varios de mis vecinos han perdido sus trabajos porque la mitad de los días llegaban tarde y sus jefes se cansaron de aceptar excusas”, afirmaba el abogado y vecino Ahmed Gamad.

Tras la valla que rodea la mezquita, varios miembros de la policía militar impedían la entrada a su interior. “Es por la seguridad de los ciudadanos”, aseguraba uno de ellos a un vecino. En el suelo se mezclaban con el fango las pertenencias que habían tenido que dejar los concentrados en su huida: zapatos, espejos de mano y paquetes de comida eran algunos de los objetos que aún daban testimonio del desalojo.

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