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La perseverancia del halcón Hollande

El presidente francés, que analiza a fondo el conflict desde que era candidato, se mantiene al frente de la presión internacional contra El Asad

El presidente François Hollande, el día 7 en un acto en Niza.
El presidente François Hollande, el día 7 en un acto en Niza. VALERY HACHE (AFP)

El sábado 31 de agosto, François Hollande reunió en el Elíseo al Consejo de Defensa, formado por los jefes de los servicios secretos, los generales del Estado Mayor y los ministros de Exteriores, Defensa e Interior. La idea que flotaba en el salón era que esa misma noche Estados Unidos y Francia iban a disparar algunos misiles contra instalaciones militares de Damasco para hacer saber a Bachar el Asad que había cruzado una línea roja al lanzar el ataque químico del 21 de agosto, que produjo la muerte de más de 1.400 personas.

Cuando la Casa Blanca adelantó una hora la entrevista telefónica entre Barack Obama y Hollande, los dirigentes franceses pensaron que ese pequeño signo era la señal definitiva de que Washington estaba lista para intervenir. Tras 40 minutos de conversación, Hollande explicó a los responsables de la seguridad nacional que Obama había decidido pedir el incierto aval del Congreso antes de atacar. Descartada la opción de un castigo rápido, Francia se quedaba aislada, sin plan B, a expensas de la decisión de los congresistas estadounidenses, y sabiendo muy bien que la opinión pública francesa, y gran parte de la oposición, difícilmente apoyarían una acción militar no avalada por la ONU.

Varios asistentes a aquella reunión en el Elíseo han contado ahora a Le Monde que Hollande encajó el golpe con su calma habitual, sin mostrar “el menor síntoma de cólera o decepción”. “Para él era un momento histórico, porque la cuestión había pasado a ser la credibilidad de EE UU ante el mundo”, afirma un alto oficial de forma anónima en Le Monde. “Si Obama no golpea [a Siria], ¿quién podrá creer que ayudará a Israel en caso de que Irán traspase otra línea roja?”.

Los colaboradores de Hollande aseguran que el jefe del Estado francés no se inmutó porque había previsto el riesgo político de que Francia se encontrara aislada en el asunto sirio. Dicen que desde que llegó al cargo había hablado con Obama varias veces sobre el “hartazgo” estadounidense con las guerras de Irak y Afganistán. Y que sabía bien que la retórica empleada por los apoyos del régimen sirio —“si cae El Asad, tendréis a Al Qaeda”—, siendo falaz en esencia tenía una parte de verdad, y sobre todo había calado en la comunidad internacional.

Solitario, consciente de la impopularidad de su decisión y cada vez más presionado por la oposición, que le exigía no romper la tradición de intervenir bajo el paraguas de la ONU, Hollande cambió hábilmente de lenguaje sobre la marcha. Primero, rechazó que el Parlamento votase sobre la intervención aduciendo que la Constitución no le obligaba a ello, de manera que evitaba un descalabro similar al de David Cameron o un escenario lleno de incertidumbres como el de Obama, y ganaba tiempo a la vez. Segundo, utilizó el argumento de que los yihadistas han ganado fuerza en las filas rebeldes para sostener que es preciso intervenir, también, para frenar ese proceso. Hollande, que había defendido siempre que El Asad debía ser derrocado y llevado ante la Corte Penal Internacional, pasó a decir que el objetivo del ataque en ningún caso sería derribar al régimen, mientras la oposición le reprochaba que el argumento denotaba “una enorme hipocresía”.

En realidad, Hollande, que conoce a fondo el conflicto sirio desde hace más de dos años, siempre pensó que la única posibilidad de forzar una solución política en Siria es un ataque exterior. Cuando solo era candidato, Irán, Siria y el Sahel eran sus grandes obsesiones internacionales. Y Siria es un asunto indisociable de Irán. Por eso, nada más llegar al cargo, y antes de que nadie diera ese paso en Europa, el líder socialista reconoció a los rebeldes sirios como el único interlocutor legítimo; les pidió que formaran un Gobierno y les prometió armas.

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En aquel momento, primavera de 2012, París detectó que las tropas de El Asad empezaban a moverse en torno a los depósitos de armas químicas. Y unos meses después, en diciembre, los servicios secretos reunieron sobre el terreno los primeros indicios de que habían empezado a usarlas contra los rebeldes. El 27 de agosto de 2012, en su discurso ante los embajadores, Hollande habló del arsenal químico sirio por primera vez en público. “Su utilización sería para la comunidad internacional una causa de intervención directa”, dijo. Y añadió: “El Asad debe irse. Constituye una amenaza, continúa masacrando a su pueblo con una violencia insólita, destruye ciudades y provoca la muerte de mujeres y niños. Es insoportable para la conciencia humana”.

El 21 de agosto, Hollande reforzó del todo sus convicciones. Trabajando en plena cooperación con EE UU, Catar, Turquía y Jordania, París sigue siendo, con sus aciertos y errores, pero adaptándose a las novedades con una serenidad poco frecuente, la verdadera punta de lanza contra El Asad. Ayer Francia impulsó la presentación ante el Consejo de Seguridad de la ONU del borrador de la resolución que debe plasmar y completar la evanescente oferta de desarme rusa. El mensaje parece evidente: Hollande no se fía del dictador sirio, y se fía todavía menos de Vladímir Putin.

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