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Columna
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El triunfo del modelo alemán

El consenso alrededor de la austeridad hace pronosticar pocos cambios tras las elecciones

La muy probable victoria de Angela Merkel y la amplitud del consenso en torno al modelo económico alemán permiten augurar pocos cambios una vez celebradas las elecciones del domingo. A la desmovilización del electorado en razón del buen comportamiento de la economía se une la rebaja sustancial de la tensión en la eurozona gracias al cambio de política operado por el Banco Central Europeo en el otoño de 2012 al comprometerse a respaldar sin límite al euro frente a los ataques especulativos de los mercados.

La relajación de la presión sobre el sur, que ha visto extendidos los plazos para cumplir los objetivos de déficit, también ha contribuido a generar un nuevo clima de confianza. Frente a la durísima batalla contra la austeridad a ultranza que dominó el año pasado, ahora vemos a muchos gobiernos del sur, el español al frente, celebrando en público los (supuestos) buenos resultados de la política de austeridad impuesta por la eurozona. Aferrados al crecimiento de las exportaciones y a las ganancias de competitividad, los pronósticos del Gobierno español constituyen la mejor prueba de la hegemonía ideológica de la Alemania de Merkel: pese a estar en el sexto año de la crisis, sufrir un 26% de paro, tener una deuda pública que se acerca al 100% del PIB y un déficit público todavía muy lejos del 3%, celebramos con orgullo la instauración del modelo económico alemán, felizmente interiorizado. Que los déficits sociales, laborales, demográficos, energéticos y de infraestructuras que sufre Alemania, y que sin duda están asociados a ese modelo, no preocupen mucho, ni allí ni aquí, es todo un indicador de lo que nos depara el futuro.

Que al Gobierno español no le preocupen las elecciones alemanas ni espere mucho de ellas refleja la sintonía que ambos gobiernos han alcanzado en este último año. Se cierra así un círculo que comenzó después de la victoria de Rajoy en las elecciones de noviembre de 2011. Entonces, el gobierno se mostraba sumamente confiado en que sus credenciales ideológicas, sumadas al recuerdo de las políticas de austeridad que los populares impusieron una década antes para llevar a España al euro, le permitieran forjar una buena relación de trabajo con la Alemania de Merkel. Donde Zapatero fracasó, Rajoy triunfaría.

Ninguna de estas esperanzas se materializó. Apenas seis meses después de haber tomado posesión, el Gobierno se situó en rumbo de colisión con Alemania. Debido al desbordamiento de la crisis bancaria que siguió al colapso de Bankia y a una prima de riesgo cuya escalada parecía insostenible, el Ejecutivo se encontraba al borde de la intervención. La negativa alemana a aceptar la recapitalización directa del sistema bancario español, sumada a la pasividad del Banco Central Europeo, dejaba al Gobierno español en manos de los mercados. La perspectiva de una intervención exterior que situara a España en compañía de Grecia, Irlanda y Portugal no solo significaría una humillación sin igual para el país, sino la destrucción en sólo seis meses de la mayoría absoluta que tanto tiempo había costado construir, además de una fractura social y política de imprevisibles consecuencias. De aspirar a ser los prusianos del sur, La Moncloa había pasado a enfrentar una amenaza existencial ligada a la pasividad de Alemania.

A su pesar, Rajoy aceptó trabajar más estrechamente tanto con Hollande y los socialistas franceses (a los que el PP siempre había despreciado) como con el Gobierno tecnócrata de Mario Monti (que consideraba demasiado débil como para ser tenido en cuenta). Algunos pidieron solidificar esa coalición del sur y desafiar abiertamente a Merkel, pero al final el sentido común se impuso, pues no tenía mucho sentido morder la mano de a quien a continuación tenías que solicitar ayuda. Finalmente, Merkel rechazó expulsar a Grecia del euro, aceptó la hoja de ruta de la unión bancaria y transigió con el nuevo papel del BCE.

Esas decisiones, aunque muy cuestionadas dentro de su país, han sido muy beneficiosas para Alemania. Primero porque han puesto fin a la mala sangre que había dominado la relación con Berlín, pero también y sobre todo porque al despejar las dudas sobre el euro han expuesto a países como España a sus propias debilidades estructurales, tanto políticas como económicas, obligándoles a asumir sus responsabilidades sin poder ya señalar con el dedo a Berlín.

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Cierto que a la crisis del euro le quedan todavía muchos baches, y puede que alguna que otra sorpresa, pero el clima político dentro de la eurozona, especialmente entre Alemania y sus socios del sur de Europa, ha dejado de estar al rojo vivo. Donde antes las diferencias de opinión desencadenaban el intercambio de duras acusaciones (egoísmo, intransigencia e insolidaridad, a un lado; falta de fiabilidad, incompetencia y engaño sistemático, al otro), ahora se aceptan como posicionamientos legítimos en una negociación, no como amenazas, presiones o chantajes intolerables. Discutimos, sí, pero sobre el indisputado telón que representa el modelo alemán.

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