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Vidas rotas en una escuela de Damasco

Los desplazados internos anhelan el fin de la guerra en Siria

Una familia abandona su hogar en Deir Ezor, en el este de Siria.
Una familia abandona su hogar en Deir Ezor, en el este de Siria.AHMAD ABOUD (AFP)

La guerra siria ha provocado un éxodo que afecta a más de un 25% de la población. Las casas destrozadas y abandonadas quedan atrás. Muchos refugiados, dos millones, han abandonado el país con destino, sobre todo, a Líbano, Jordania e Irak. Muchos más, cinco millones de civiles, son desplazados internos, familias que lo han perdido todo, incluidos seres queridos, que se ven obligadas a comenzar de cero en Siria, un país al que ya no reconocen.

“En mis 75 años de vida no he visto jamás una cosa así”, dice, con pesar, Ahmad Hamad. Hasta hace un año trabajaba en la construcción en Hajar al Aswad, en la provincia de Damasco. Su hijo, Malek, de 33 años, era camionero. Tenían una casa, comida y todo lo que necesitaban. Hoy, aquella modesta vida es solo un lejano recuerdo. Doce miembros de la misma familia viven en dos habitaciones de una escuela convertida en centro de refugiados en el distrito de Mezzeh, que hasta hace un año era escenario frecuente de tiroteos y explosiones con coche bomba.

La casa quedó atrás y nada saben de ella. Huyeron cuando las rondas de granadas de mortero comenzaron a caer cada día. Hoy el Gobierno les da un techo y comida. Pero lo que no les puede ofrecer es una vida normal. “Aquí venimos gente de muchas culturas y religiones, y a veces surgen los problemas de entendimiento normales”, asegura Malek, con sus dos hijas pequeñas al lado.

Malek y su familia son suníes, como la mayoría de refugiados en este centro. Desafían la idea, generalizada en el extranjero, de que en Siria hay un bloque suní mayoritario que se enfrenta a la amalgama de minorías alauí, chií, cristiana y drusa. “Muchos suníes hemos sufrido ataques. Más de los que se pueden contar”, dice Abdel Azi Nahar, de 70 años. A él lo han secuestrado grupos opositores en dos ocasiones. Le han agredido. Le han cortado incluso la barba, una gran ofensa, pues es imán de una mezquita en la localidad de Berze.

Siete millones de personas, una cuarta parte de la población, ha tenido que abandonar sus hogares

“Esta no es cuestión de religión, ni siquiera de política. Los Hermanos Musulmanes y los radicales islamistas extranjeros se han apoderado de los rebeldes”, explica. Al principio, Abdel pensó que podía haber paz, y tomó parte en una comisión para lograr un entendimiento entre el Gobierno y sus opositores. Hoy dice estar convencido de que la paz ya no es posible. “Hay que tratar con ellos como se trata con los terroristas”, añade. Su ira es comprensible. A su hijo le plantaron una bala en la cabeza.

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Mohamed Azi Nahar, de 18 años, sobrevivió. Hoy, con una patente desazón y mirada ausente, muestra dos radiografías en las que se ve dónde quedó la bala de un francotirador, alojada entre el ojo y la nariz, bajo el cerebro. Quiere luchar y tiene edad para ello, pero su padre asegura que en el Ejército no lo aceptan porque le ha quedado un ligero daño cognitivo.

El centro en el que viven estas familias abrió hace un año. Hoy alberga a 260 personas, atendidas siempre por cinco voluntarios. Las aulas de lo que era una escuela han quedado divididas en viviendas, separadas por finas paredes de chapa de madera. Es un laberinto de vidas entre paréntesis, donde la intimidad no existe y las comidas se cuecen en pequeños fogones en los pasillos. En las paredes cuelgan grandes fotos del presidente Bachar el Asad y banderas sirias.

Al centro han llegado tres niños solos. A dos los han acogido otras familias, con las que viven. “Llegan después de que sus familias hayan muerto o se las haya dado por desaparecidas”, dice Aidar Agush, de 22 años, uno de los trabajadores sociales voluntarios. “A casi todos los acogidos se les ofrece también ayuda psicológica”.

La llegada de Sahar Turkami, de 53 años, a este centro fue dolorosa. Después de perder su casa en Homs llegó a Damasco y, hace siete meses, murió su marido. Después de tanta penuria, se le paró el corazón. Hoy, Sahar vive con su hija, Asma, de 14 años. La madre pasa los días tejiendo mientras la hija fabricando mochilas a mano. “Lo único que podemos hacer es agradecerle al Gobierno que haya abierto estos centros, porque si no estaríamos en la calle”, dice. Tiene otros nueve hijos, dos aún en Homs, otro en el Ejército y el resto desperdigados por el mundo, desde Egipto a Alemania. Pero ella no se plantea dejar Siria. “¿Qué nos espera fuera?”, dice. “Esta es nuestra vida, es lo que conocemos. No dejaremos nuestro país”.

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