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Tribuna
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La disolución del sistema interamericano de derechos humanos

El pasado 10 de septiembre, Venezuela abandonó el sistema interamericano de derechos humanos; una decisión que, hay que reconocer, casi no ha tenido cobertura periodística internacional. Los ciudadanos venezolanos pierden así un valioso instrumento para la protección de sus derechos. En un país donde la justicia no tiene independencia alguna del poder político, quizás acaban de ser despojados del único mecanismo disponible para reclamar por la reparación de abusos.

Por trágica que sea, esta decisión no puede producir sorpresa. Viene a oficializar que para el chavismo violar derechos es la manera normal de gobernar, lo cual es rutina desde hace ya catorce años. Los efectos de largo alcance no son menos graves para el resto de la región. Si esa decisión tuviera imitadores, un escenario plausible frente a la efectiva petrodiplomacia venezolana, ello podría producir la disolución del mismísimo sistema interamericano de derechos humanos, incluyendo la Corte y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA. En tal caso, Chávez, Maduro, Correa y compañía habrán logrado lo que ni siquiera Videla y Pinochet pudieron —proezas del peculiar socialismo del siglo 21—.

Los bolivarianos justifican la ofensiva sobre la CIDH por ser parte de una supuesta conspiración imperialista contra su revolución. Para Videla y Pinochet la OEA también era parte de una conspiración, sólo que entonces era comunista—nótese la ironía—. En lo demás, sin embargo, eran más veraces que los bolivarianos. No ocultaban las violaciones a los derechos humanos detrás de palabras almibaradas, como lo hacen los simuladores de hoy—revolución, anti-imperialismo y otras remanidas hipocresías—. Para aquellos dictadores, la suya era una despiadada cruzada anticomunista, a sangre y plomo. Los derechos no importaban, mucho menos la democracia, y no tenían tapujos en decirlo explícitamente.

Pero lo más inexplicable de esta historia de paralelos y contrastes, reside en la respuesta del propio sistema interamericano. En los años setenta, y liderada por Alejandro Orfila, la OEA acogió las denuncias y encabezó las investigaciones de los abusos de aquellas dictaduras con enorme coraje. La histórica misión de la CIDH a Argentina en 1979, que sirvió para atraer la atención de la comunidad internacional sobre los regímenes represivos de la región, salvar vidas y sacar a varios de la cárcel, es el ejemplo más relevante.

En la OEA de hoy, bajo José Miguel Insulza, la agenda de los derechos humanos se ha diluído —por decir lo menos— y la CIDH es víctima del embate constante de los bolivarianos. Chávez pidió la cabeza de un secretario ejecutivo de la Comisión, Santiago Cantón, por atreverse a investigar denuncias de violaciones, quien luego renunció dada la absoluta falta de apoyo político dentro de la propia OEA. A los Tipnis bolivianos, los indígenas masacrados por el gobierno de Morales, les fue rechazado su pedido de medidas cautelares. Y los periodistas argentinos y ecuatorianos perseguidos cotidianamente por sus gobiernos ven sus denuncias congeladas, ya que la Relatoría para la Libertad de Expresión carece de los recursos políticos necesarios para impulsarlas dentro de la organización. Y estos son solo ejemplos. Es costumbre ya que Correa llegue a cada asamblea de la OEA con alguna nueva propuesta para cerrar o desfinanciar la comisión y la relatoría, lo cual las debilita gradualmente.

Consecuentemente, el desgaste sufrido por la comunidad de derechos humanos en la región no puede ignorarse más, ni tampoco que la OEA, sea por acción o por omisión, se ha transformado en cómplice de esta realidad. Esto constituye una verdadera traición al movimiento de derechos humanos, el cual produjo las transiciones de los años ochenta. Por ello se vive hoy un “nuevo autoritarismo en América Latina”. Para ser claro, la tortura sistemática, el secuestro generalizado y las desapariciones forzadas son cosa del pasado en la región, pero el derecho al disenso político y a la libertad de expresión, entre otros, continúa sin cumplirse. Treinta años después de las transiciones de los ochenta —el tiempo de una generación entera—la democracia está en peligro hoy, no por el riesgo de un golpe militar, sino por el riesgo de perder significado en manos de presidentes que, elegidos libremente, destrozan esa libertad una vez que llegan al poder.

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Curiosamente, la comunidad internacional —especialmente en el hemisferio— permanece en silencio sobre esta realidad. Una tras otra, las cumbres regionales duran días, con interminables discursos sobre una variedad de temas —comercio, integración, transporte, infraestructura y tantos más—. Ni una palabra se escucha, sin embargo, sobre el deterioro de la democracia en la región, y a los responsables ni siquiera se los manda a la cama sin postre. Quizás sea la hora de volver a lo que se hacía en los años setenta, y recuperar el coraje para denunciar las violaciones de derechos de hoy, cualesquiera que esos derechos sean, y donde sea que ocurra. De otro modo, no nos quejemos cuando escuchamos, con bastante frecuencia, que la OEA no sirve para nada.

Héctor E. Schamis es profesor en la Universidad de Georgetown, Washington DC.

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