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El drama de las microviviendas agrieta el sector inmobiliario mexicano

Cientos de miles de mexicanos se hipotecan por hogares de promoción social mal comunicados y sin empleo cercano. Muchos los abandonan

Raquel Seco
Antonina López, frente a su casa y negocio en La Trinidad (Estado de México).
Antonina López, frente a su casa y negocio en La Trinidad (Estado de México).SAÚL RUIZ

Cuando se les pregunta qué sintieron el día que pisaron su nuevo hogar, se ríen mucho. “Pensamos que tendríamos que elegir entre las camas y nosotros”, dice Antonina. “Triste desilusión”, canturrea con guasa Silvia. “Nos lo pintaron tan bonito...”.

La Trinidad (Zumpango, Estado de México, aproximadamente a una hora en coche del DF), es parte de las Ciudades Bicentenario, un proyecto del gobierno estatal lanzado en 2007 para crear “ciudades modelo, autosuficientes, debidamente planeadas y altamente competitivas”, parte del largo impulso de todo el país a la construcción de nueva vivienda social. Muchas de ellas se han convertido en un sitio del que huir o en el que resignarse. En Zumpango, 29.300 de los 73.400 hogares están deshabitados.

El sol atiza sin piedad y el horizonte es una hilera interminable de casitas idénticas con antenas, plásticos, rejas y carteles fosforescentes en las ventanas que anuncian tortillas frescas, cerveza fría, ropa barata. Antonina López y Silvia Martínez, ambas a mitad de la cincuentena, están en la cocina de la primera, que prepara quesadillas y hamburguesas. Silvia hace bromas sobre los 28 metros cuadrados que habita: “Dicen que por aquí los cuadros de la última cena están divididos: seis apóstoles en una casa, seis en otra”. Las dos se mudaron hace ocho años, poco después de acabadas las obras. Muchos vecinos se han ido desde entonces. Ellas resisten.

Dicen que por aquí los cuadros de la última cena están divididos: seis apóstoles en una casa, seis en otra

Silvia, Doña Chivis, se instaló con su marido y sus tres hijos en un edificio con una cocina en la que uno se puede mover solo de lado y una sola recámara, como tantos otros. Venía de una casa familiar compartida en el DF y quería una en propiedad para que los hijos heredaran algo. Como todos en Zumpango, compró con la ayuda del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), al que los trabajadores contribuyen durante su vida laboral (en México, el 80% de las hipotecas cuenta con algún tipo de subsidio gubernamental). Doña Chivis dice que le quedan 15 años hasta pagar los aproximadamente 600.000 pesos (45.800 dólares) que le costará, con intereses.

En todo el país hay cientos de miles de viviendas sin ocupantes. Al menos 290.000 están abandonadas (se consideran así cuando se han dejado de pagar, están desocupadas y sufren cierto deterioro), según la Secretaría de Desarrollo Territorial y Urbano, que aguarda un censo estatal. Cinco millones de las 35,6 millones de viviendas del país se consideran deshabitadas, según un estudio del BBVA con datos de 2010. En el condominio de Doña Chivis, más o menos la mitad de los vecinos se han marchado. A varias casas ya les han roto los cristales para robar los fregaderos, el cable, las puertas.

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¿Por qué se va la gente? El principal problema, coinciden los expertos, es la distancia. Se construyó donde era más barato: lejos de los centros urbanos. Los empleos prometidos nunca llegaron. “Se generó un modelo de ciudad al que llamamos DDD por distante, dispersa y desconectada”, resume Luis Zamorano, de la Organización No Gubernamental CTS Embarq, que trabaja con constructoras para hacer más habitables las nuevas urbanizaciones.

Un ejemplo de las dificultades de estos complejos es el marido de Dulce Alonso. El trayecto en transporte público hasta el DF, donde trabaja, puede durar hasta seis horas diarias. Tampoco le compensa el precio, 66 pesos de los aproximadamente 330 que gana por día. Así que de domingo a viernes él duerme en la casa de los padres, en la ciudad, y ella, de 32 años, cuida en Zumpango de sus tres hijos. Si pudiera elegir, dice Dulce, se irían a vivir a Chiapas, porque no hay mucho que hacer en La Trinidad y a ella le gusta la naturaleza. Lo más parecido a la selva chiapaneca que tiene es el jardín, y por eso planea construirle un canal con peces. Una persona adulta recorrería el césped en apenas tres pasos. Dos, ahora que ya está cavada la zanja.

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Arturo Ortiz, arquitecto de Taller Territorial, llama “anticiudades” a sitios como este. Ha captado los hormigueros de la República en decenas de imágenes aéreas de Google. “Esta situación provoca que los grandes fraccionamientos tengan una condición de isla en medio de la nada (...) No se tiene a qué salir a las calles, no hay nada que hacer en ellas”, explica en la revista Ensamble, que él edita. A mediodía del viernes muchos jóvenes pasean. Y esperan. La Trinidad está poblado de mujeres porque los esposos están fuera. Como no hay muchas tiendas a mano, las más emprendedoras salen adelante vendiendo. Las vecinas dicen que los jóvenes atrapados en este limbo, cuando no pueden estudiar ni trabajar, se vuelven maleantes.

Mientras tanto, las inmobiliarias mexicanas viven una gran crisis: las seis principales enfrentan una deuda de 2.294 millones de dólares, según un informe emitido en junio por la agencia de clasificación Standard and Poor's, una quebró en enero y dos se declararon en suspensión de pagos en mayo y, aunque se han escuchado voces pidiendo un rescate gubernamental, la Administración de Enrique Peña Nieto ha dejado claro que no esta entre sus planes. El presidente ha prometido, además, que se acabó construir tan lejos de los centros de trabajo. Pero en La Trinidad, donde nadie quiere alquilar y menos comprar, los que están tendrán que quedarse. Doña Chivis se encoge de hombros: "Aquí nos tocó vivir".

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Sobre la firma

Raquel Seco
Periodista en EL PAÍS desde 2011, trabaja en la sección sobre derechos humanos y desarrollo sostenible Planeta Futuro. Antes editó en el suplemento IDEAS, coordinó el equipo de redes sociales del diario y la redacción 'online' de Brasil y trabajó en la redacción de México.

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