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Columna
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La derrota de Iberoamérica

La supervivencia del rol español en América pasa por ir con pies de plomo y encontrar tareas específicas comunes

Hispanoamérica, Iberoamérica y América Latina, tres denominaciones de una sola idea que han competido en España durante la mayor parte del siglo pasado. La primera, Hispanoamérica ha sufrido el fuerte descrédito de haber sido adoptada por el franquismo y de referirse un tanto abusivamente a su sujeto, como si España siguiera siendo la propietaria de vidas y hacienda y América, una colonia. Iberoamérica es un término que mete a Portugal y Brasil en la foto y describe una realidad indiscutible, pero sigue potenciando lo ‘europeo’ en la designación de algo que no lo es. Y América Latina es el triunfo del sentimiento cosmopolita, la difuminación de uno de los dos progenitores y el más inexacto de los tres términos por geografía, raza e historia, pero aquel que ha criado más vástagos que ninguno. La reciente cumbre de Panamá, que se auspiciaba como la de la renovación y un nuevo comienzo, ha consagrado, sin embargo, la victoria de lo latinoamericano sobre lo iberoamericano.

El hecho de que al país del istmo apenas acudiera la mitad de los jefes de Estado de los 22 integrantes del cónclave; de que Argentina, con su presidenta Fernández indispuesta, dijera que “la nueva autonomía” de América le restaba sentido a unas reuniones, aunque estas prudentemente pasen de anuales a bienales; de que Venezuela, ausente como corresponde a un presidente bolivariano, pidiera una reforma de fondo y forma; y de que todos se negaran a aprobar un nuevo reparto de cuotas para aliviar la carga presupuestaria de España, son el corolario de una constatación inapelable: prácticamente nadie en América Latina emplea el término Iberoamérica, y hasta el expresidente chileno Ricardo Lagos, coautor del Informe sobre la reforma de las cumbres, admitió recientemente en un encuentro en Madrid del Real Instituto Elcano que él mismo, en Chile, decía ‘Latinoamérica’. La excepción de nota la encarna, con todo, Gabriel García Márquez, que ha titulado la organización que lleva su nombre y dirige Jaime Abello, Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Pero solo es un premio de consolación.

Las razones de esa minusvalía hispano-portuguesa son múltiples: el número de asociaciones enfocadas a la integración de América Latina llega hoy casi a la asfixia, hasta el punto de que si los jefes de Estado iberoamericanos tuvieran que asistir a cada convocatoria tendrían que gobernar por poderes; la duplicación de cometidos y aspiraciones entre tanta organización supra-americana es patente y cuesta encontrar tareas comunes a los 22 miembros que no estorben o se vean estorbadas por lo ya existente; la catástrofe económica, los escándalos políticos de poder y oposición, y la crisis catalana hacen, por añadidura, que España cotice a la baja en el imaginario latinoamericano; la división ideológica entre chavistas, compañeros de viaje, y pro-occidentales sitúa a trasmano a la izquierda del continente, especialmente si en Madrid gobierna el PP, de cualquier iniciativa española; y, por último, quizá lo más importante es la dificultad de enunciar una narrativa de lo cotidiano que sirva tanto para los de allá, entre sí, como con los de aquí. Las inversiones españolas y las multilatinas por sí solas no bastan para crear el tejido de lo imprescindible entre ambas orillas del Atlántico.

Y, sin embargo, América Latina es la desembocadura natural de España en el mundo, así como el eje central de su política exterior. Si las cumbres hubieran funcionado mucho menos de lo que lo han hecho, habría que remover Roma con Santiago para mantenerlas y proseguir la obra de un primer gran secretario general de la organización, el hispano-uruguayo Enrique Iglesias, que durante ocho años ha mantenido viva llama, y que en enero dará paso probablemente a la costarricense Rebeca Grynspan, mujer, profesional y pedigrí político intachable.

La supervivencia pasa por encontrar tareas específicas comunes; latinoamericanizar, sí, presupuestos, pero aún más ambiciones, y con ello trabajar en la interesante propuesta del presidente mexicano Enrique Peña Nieto de crear una comunidad latinoamericana de universidades públicas, con homologaciones, programas y curricula que sean cuando menos compatibles; obtener una neutralidad benévola de Brasil, el país menos interesado en que España le dispute aunque solo sea una pizca de escenario. Y, por encima de todo, hay que entender que América Latina no será nunca del todo Iberoamérica y que el Gobierno de Madrid, no importa el color, ha de moverse con pies de plomo, acudir cuando le llamen, y no dar nunca lecciones de primero de la clase. Esa es una cumbre iberoamericana que está todavía por escalar.

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