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Tribuna
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Guía para la supervivencia en el tráfico de Lima

La capital peruana paga el precio de un explosivo crecimiento de su parque automotor y del descuido del transporte público

El amigo lector ya sabrá que a Lima le ha sido otorgado el privilegio y responsabilidad de organizar los juegos panamericanos en 2019, la tercera justa más importante del planeta después del mundial de fútbol y los juegos olímpicos según los entendidos del deporte. Yo no me encuentro entre ellos pero le anticipo con plena seguridad que los peruanos presenciarán con resignación e hidalguía el reparto de medallas entre los atletas de otros países. En verdad, me tiene sin cuidado el estado calamitoso del deporte peruano. Es otra calamidad la que me preocupa: la circulación vehicular. Las congestiones que se producen son tan descomunales que muchos limeños le dirán que viven pendientes de un colapso inminente del tráfico.

No hay duda, Lima paga el precio de un explosivo crecimiento de su parque automotor y también del descuido de su sistema de transporte público e infraestructura vial que se arrastra desde hace décadas. Yo he tenido la buena suerte de trabajar en grandes ciudades que también son vívido testimonio de la transformación caótica que un proceso de vigorosa expansión económica a menudo le es difícil evitar. La Lima de hoy me recuerda las horas que día tras día pasé atrapado en tráfico en Manila, Bangkok y Yakarta durante la década de 1990. Pero en ninguna de esas ciudades ni en otras que he visitado he estado expuesto a ese modo de conducir de los limeños que es muy particular y que, digámoslo de una vez, encrespa: piense bien antes de detener su auto para permitir que un discapacitado en silla de ruedas cruce la calle porque el que está detrás viene tan apurado que no podría detener el suyo a tiempo; virar a la izquierda en una vía de tres carriles lo puede hacer desde el carril izquierdo, también desde el del medio y, lo que es común, desde el carril de la derecha, sin miramientos; haga oídos sordos de los bocinazos, no se moleste con el taxi detenido delante suyo que toma su tiempo para negociar tarifa con el vacilante pasajero, comprenda que el limeño “mete el auto” sin la intención del agravio personal, y ármese de paciencia si queda atrapado en un bloqueo de intersecciones.

Desde luego que hay avances que debemos destacar: al menos en las rutas por las que conduzco, los motoristas, salvo el rebelde que nunca falta, han aprendido a detenerse frente a una luz roja; las multas por exceso de velocidad son carísimas y se aplican con celo – vaya vuelco respecto a la legendaria permisividad de antaño: pobre de usted si en lugar de ceñirse a una velocidad máxima de 50 kilómetros por hora maneja a 51; y mire, creo que nadie se atreve a desafiar la autoridad de una policía mujer. Pero hasta el momento no se ha encontrado solución al problema de los vehículos de transporte público, especialmente las llamadas combis. Híbridos de ómnibus y camioneta, son de muy feo aspecto, por lo general con muchos años de recorrido, fuente de contaminación ambiental y causa de estrés porque se le atraviesan sin aviso ni contemplaciones para cazar pasajeros. Negociar con sus conductores temerarios el derecho de paso pone a prueba su temple. Y también su comprensión: se han formado en un medio hostil, perciben un salario miserable, no cuentan con el beneficio de la previsión social y están al volante no menos de 14 horas al día. Imagínelos en qué estado llegan a casa después de la larga jornada y con qué cara se levantan al día siguiente.

Le cuento cómo los tolero: con música clásica. Los diez kilómetros que recorro cada día para llegar a mi centro académico pueden demorarme entre 45 y 90 minutos. Sintonizo entonces la estación de radio que me ofrece Mozart, la única de la ciudad, y única también por su muy buena calidad: la presentadora preludia Linz o Júpiter con pinceladas interesantísimas, para mí desconocidas, de su vida y de otros compositores que figuran en el programa del día. Hoy toca escuchar a Dvorak y otros maestros checos y la radio ha invitado al embajador para dar inicio al programa: “me dirijo a los radio oyentes de Lima con todo cariño y los felicito por sintonizar con Radio Filarmonía porque no hay nada mejor que la música clásica para relajarse cuando está manejando; el amor por la música clásica distingue a los checos y a los peruanos y nos une como un solo pueblo.” Bueno señor embajador, con todo respeto, hay diferencias, recuerde nomás cuando llegó a Lima y salió del aeropuerto para dirigirse a la ciudad: no tenemos los edificios de corte estalinista que ofenden la vista cuando se aproxima a Praga, y ustedes no tienen ese semblante de mercado persa que es la avenida Elmer Faucett, la única de acceso entre el aeropuerto y la ciudad, ese pandemónium de ómnibus, combis, taxis, camionetas, enormes camiones de carga, motos, triciclos y carretas que convergen de todos lados y que a uno le hace pensar que no llegó a Lima sino a Daca, Nairobi o Lagos. La primera experiencia de los atletas y numerosos turistas que se esperan para los juegos panamericanos será sin duda entretenida.

Mozart vuelve a ser mi compañía al caer la noche. Una pareja, amigos entrañables, ha llegado a Lima de visita y me avisan que quieren disfrutar de un buen vino conmigo. Puedo llegar caminando en veinte minutos a su hotel en la calle Dos de Mayo en el distrito de San Isidro pero, craso error, les digo que los recojo en mi auto, en quince minutos a más tardar. Salgo de mi departamento a las 7 de la noche. El tráfico es pesado pero Mozart es un bálsamo con magia para infundirme optimismo: sí, los juegos panamericanos son reto para cualquiera pero saludemos la actitud de las autoridades que presentaron la candidatura de la ciudad, inclinémonos ante la seguridad que irradian, ante su plena confianza de que el tremendo esfuerzo que significa llegará a buen puerto. Ya son las 7:15 pero mis amigos van a perdonar mi tardanza, me van a esperar con paciencia y comprensión.

7.30: sigo avanzando pero a paso de tortuga, ya estoy quince minutos tarde. Los autos en el carril de la izquierda avanzan más rápido, controlo la incipiente frustración, intento cambiar de carril pero nadie me cede el paso, finalmente se abre un espacio y hago la maniobra con destreza y rapidez. Pero ahora los autos en mi fila se detienen y me irrito porque los que veo transitar por el carril de la derecha que acabo de abandonar pasan, pasan y pasan, me angustio, quiero volver a casa y nadie, absolutamente nadie me quiere acoger, seguramente porque saben que los deserté. Me descubro con poca piedad hacia el chófer de combi, a las autoridades que nos hicieron ganar la sede de los panamericanos los encuentro unos irresponsables y concuerdo con las declaraciones de un exministro de Estado: “corremos el riesgo de hacer un papelón.”

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8.00: estoy lejos de mi destino, qué vergüenza siento por mis amigos que esperan, y por favor señora locutora de Radio Filarmonía no me exaspere, no me deje sin Mozart, no me anuncie Tchaikovsky ni relate su tormento porque lo conozco y porque lo vivo, ni tampoco abra el segmento con la Obertura 1812. Yo sigo en el embrollo, los franceses avanzan raudos a los acordes de la Marsellesa mientras que yo, apenas. ¿Y si abandono el auto ahí donde estoy, a media calle? El reloj marca 8:15, las notas del himno zarista apagan la Marsellesa, doblan las campanas de San Basilio, rugen los cañones victoriosos, estoy próximo a enfilar por la Dos de Mayo, paro en seco porque una combi se atraviesa, el auto que viene detrás de mí se detiene justo a tiempo pero no el que está detrás de éste y lo choca, sus conductores se bajan y empiezan a discutir, Radio Filarmonía no puede competir con el concierto de bocinazos que sigue, no entiendo por qué los dos policías apostados en la esquina siguen inmóviles, conversando tranquilamente. Basta, ya no más por favor: ¿no será más sensato transferir los derechos de sede de los juegos a otra ciudad? Al fin llegué a las 8.30, más de una hora después, y fui recibido con dos botellas de un muy buen vino argentino. Ah, la dicha de tener grandes amigos…

Unos expertos sostienen que contar para los juegos con una infraestructura vial y de transporte que sea mínimamente adecuada costará $2.000 millones y otros dicen diez veces más. Yo planteo que no va a estar lista, punto. La tarea es enorme, los plazos son cortos y las demoras son largas. En efecto, los retrasos en la ejecución de las obras públicas en parte se deben, irónicamente, al deseo o necesidad de hacer bien las cosas. Mire, como muchos otros países, en el Perú el aprovechamiento indebido por parte de políticos y empresarios con acceso privilegiado ha sido norma en la adjudicación de contratos millonarios, y encima con el inmoral, injustificable sobreprecio. Poco a poco sin embargo se asienta una sociedad civil que exige más y más el debido cumplimiento de procesos con transparencia, mientras que los titulares administrativos, por su parte, tienden al sobre celo en la toma de sus decisiones para evitar acusaciones y sanciones. Es todo un problema cambiar una cultura permeada por la desconfianza, toma mucho tiempo.

Con todo, no crea el amigo lector que los juegos serán la crónica de un fracaso anunciado. No, de ninguna manera. Mi apuesta es que Lima cumplirá y organizará bien el evento. Pero se llegará a la meta con sobresaltos, sorteando obstáculos como uno evita los baches de sus calles y las combis que se cruzan y bueno, qué pena, con su cuota de víctimas de infarto. En esta ciudad, en el país entero, pesa mucho el orgullo y no hace falta el ingenio para solucionar problemas – el tráfico vehicular a la cabeza -- que ahora lucen insolubles. Mire, no se sorprenda si alguien propone el despliegue de miles de bicicletas y motos para el transporte de atletas, dirigentes y espectadores. O mejor, de una flota de helicópteros.

Jorge L. Daly es escritor y economista político. En la actualidad ejerce cátedra en la Universidad Centrum -Católica de Lima.

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