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Columna
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Dos Josés y un Amarildo

En su gesto y en su planteamiento, José Genoino y José Dirceu demostraron no comprender el Brasil de las protestas: desde que las manifestaciones tomaron las calles, presos políticos son los comunes

Eliane Brum

Había algo de melancólico en el brazo alzado de los dos Josés, Genoino y Dirceu, al ser encarcelados por corrupción. Y en el planteamiento: "Soy un preso político". El puño cerrado es el gesto de resistencia de una generación que luchó contra la dictadura, se alzó en armas, estuvo presa, fue torturada y asumió el poder en la redemocratización del país. Es también el gesto que ya no encuentra destinatario más allá de sus iguales y de parte de la militancia del PT. Es, principalmente, el gesto que no tiene eco en la juventud que se ha vuelto protagonista de las protestas que cambiaron el país. En un Brasil que reconoció a Amarildo, el albañil, como mártir de la democracia, la evocación venida de José Genoino y José Dirceu para ocupar ese lugar no encuentra resonancia. Desde las manifestaciones de junio, los presos políticos son los comunes. Para un partido tan hábil en esgrimir simbologías, no comprender al Brasil forjado en el año que todavía no se terminó es una tragedia quizá mayor que la prisión por corrupción de dos de sus estrellas históricas.

Mártir político es Amarildo de Souza. Favelado, negro, analfabeto, 43 años, ayudante de albañil conocido como buey por su capacidad de cargar sacos de cemento, desapareció el 14 de julio pasado al ser llevado a una UPP (Unidad de Policía Pacificadora) de Rocinha, en Río de Janeiro. Amarildo, el hombre común víctima de la política de criminalizar, torturar y ejecutar los pobres. Una política que atraviesa la historia de Brasil, persistió en la redemocratización y se mantuvo en los gobiernos de Cardoso, Lula y Rousseff. No era el primero en desaparecer después de entrar en un puesto policial. Tampoco fue el último. Pero, por primera vez, un hombre común, cargando en sí todas las marcas de la abismal desigualdad en Brasil, fue reconocido como un desaparecido político de la democracia, lugar destinado a él por la convulsión de las calles. Esta puede haber sido la mayor transformación puesta en marcha por las protestas.

Preso político es Rafael Braga Vieira, 26 años, colector de latas, viviendo en la calle, negro. Fue detenido el 20 de junio en el curso de una manifestación en la Avenida Presidente Vargas, en Río. Ya había estado encarcelado por robo en dos otras ocasiones y cumplido las condenas completas. Esta vez está encarcelado sin juicio desde hace cinco meses en el presidio de Japeri. Su crimen: portar una botella de desinfectante de pino y otra de lejía. Y una escoba, que sin embargo no fue considerada sospecha. Su caso fue relatado en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

Desaparecido político es Antônio Pereira, 32 años, auxiliar de servicios, negro. Desapareció el 26 de mayo, en Planaltina, Distrito Federal. Existen sospechas de que hay policías militares involucrados con su desaparición. Una manifestación marchó hasta el Tribunal de Justicia del Distrito Federal y Territorios para protestar por su desaparición. La Comisión de Derechos Humanos del Senado se puso a investigar el caso.

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Muerto político es Douglas Rodrigues, 17 años, estudiante de tercer año de la secundaria y camarero en una cafetería. Se llevó un balazo en el pecho por parte de un policía una tarde de domingo, el 27 de octubre, cuando estaba delante de un bar con su hermano de 13 años en Villa Medeiros, São Paulo. Solo tuvo tiempo de decir una frase, que se transformó en un símbolo contra el genocidio de generaciones de jóvenes negros y pobres de las periferias de Brasil. Douglas hizo su última pregunta, un conjunto de vocales y consonantes donde cabía una vida entera, antes de caer muerto: "¿Por qué me ha disparado?". Como protesta por su muerte, la población incendió autobuses, coches y camiones y destruyó sucursales bancarias.

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Estos – y muchos otros – se convirtieron en presos políticos, desaparecidos políticos y muertos políticos de la democracia desde que los brasileños redescubrieron las calles y sacaron a la política de los partidos y de las instituciones. Por ello, el brazo alzado y el puño cerrado de los dos Josés, Genoino y Dirceu, es tan melancólico. Es el gesto que queda incompleto al no tocar el presente. Lula, el PT y la cúpula del Gobierno concentran su preocupación y sus esfuerzos en reducir el impacto de la prisión de figuras históricas para las elecciones de 2014, en las cuales Dilma Rousseff es favorita para un segundo mandato. Quizá debieran dedicarse más a escuchar las nuevas simbologías forjadas en las protestas.

Fue justamente Lula, con la enorme fuerza simbólica de haber sido el primer hombre común a llegar al poder en Brasil, el que en 2009 pactó con la desigualdad histórica y la política arcaica en una frase: "Sarney tiene suficiente historia en Brasil como para no ser tratado como si fuera una persona común". Al pronunciarla, protegía al político oligarca que hace décadas colabora para promover la miseria de millones de hombres, mujeres y niños comunes en Maranhão, uno de los Estados más pobres del país, y mostró, como en la frase famosa del clásico de George Orwell -hoy un cliché- que, cuando le conviene, comparte de la idea de que hay unos más iguales que otros, tan iguales que merecen tratamiento diferenciado.

La reivindicación del concepto "preso político" por parte de Genoino y Dirceu apunta hacia un cálculo con vistas a la biografía personal de cada uno y a la del propio PT, así como a la disputa por la construcción de la memoria del país y del imaginario inmediato. Es también un apartarse, en el lenguaje, del preso común, una imposibilidad de igualarse a todos los otros presos, que también se declaran en su mayoría "inocentes". En los días que precedieron a la prisión, José Dirceu -aquel que anunciaría ser un "preso político de la democracia por presión de las élites"- descansaba en un lujoso resort en Bahía, que solo las elites tienen dinero para frecuentar. En la primera semana de prisión, se dijo, como ejemplo de maltratos, que Genoino estaba bebiendo "agua del grifo". Eso en un país donde el "agua del grifo", después de dos mandatos de Cardoso, dos de Lula y tres años del gobierno de Rousseff, es un sueño distante para muchos, una realidad que el rústico Genoino conoce bien. Familiares de presos – estos comunes – condenados sin crimen y sin pena a noches de espera y humillaciones para poder visitar sus padres, esposos e hijos en el penal de la Papuda, en Brasilia, se enojaron con lo que definieron como "privilegio" de los que reivindican el estatus de "presos político".

En prisión, la estrella del PT que simbolizó – y aún simboliza para muchos – tanta esperanza de igualdad fue reducida al sentido original del argot publicitario: los presos del mensalão se ganaron en la práctica y en el imaginario popular el estatus de gente diferenciada. Esta es una pérdida importante para el patrimonio simbólico construido por el partido, a la que los líderes parecen dar poco valor. El espectáculo promovido por el juez Joaquim Barbosa al llevar los presos esposados hacia Brasilia en el festivo de la Proclamación de la República fue un exceso en un momento histórico que exigía serenidad y contención. Dejar presos de régimen semiabierto en régimen cerrado fue un abuso al cual miles son sometidos por falta de plazas en el cotidiano del sistema penal. La salud y la vida de José Genoino deben ser protegidas. No por su historia, sino porque es deber del Estado proteger a todos los presos bajo su tutela.

Defender la protección de la vida en nombre de la "dignidad de la biografía" es una distorsión. Solo contribuye a justificar atrocidades cometidas fuera y dentro del sistema penitenciario contra aquellos cuya historia queda reducida al término encubridor de "bandido". Los mismos que, con frecuencia escandalosa, son ejecutados sin juicio en un país que no tiene pena de muerte. Crímenes cometidos, por ejemplo, por policías como la ROTA, la brutal tropa de élite de la Policía Militar paulista, hace casi dos décadas bajo el comando de sucesivos gobiernos del PSDB. Pero hay que recordar también que es parte de la biografía de Genoino el haberla defendido en el 2002, cuando él era candidato a gobernador de São Paulo, con una frase que obedecía al pragmatismo electoralista: "Una política de derechos humanos no debe impedirle a la ROTA actuar con energía y fuerza".

El hecho es que Genoino solo tuvo su derecho asegurado por ser un preso con privilegios. Pero la distorsión no es que él haya recibido asistencia, sino que todos los otros presos sigan sin ella, el que haga falta ser un preso "diferenciado" para tener los derechos básicos garantizados por el Estado. Las voces que se alzaron para denunciar los maltratos a que él estaba sometido jamás fueron tan fuertes como para defender a los presos comunes que enferman de tuberculosis y SIDA en la cárcel y mueren sin tratamiento. Es un paso atrás en el proceso civilizatorio cuando las personas gozan con el sufrimiento de Genoino, como quedó explícito en los comentarios de las redes sociales, algunos deseando incluso su muerte, como si no se tratase de un ser humano. Pero hay que escuchar también a los "bárbaros" para comprender que los más pobres, los que no tienen ningún problema con la ley, con criminal frecuencia no encuentran tratamiento digno – o tratamiento ninguno – en el Sistema Único de Salud (SUS). Y que está cada vez más claro para todos que el dinero que se va en la corrupción es también el que falta en sanidad.

Del partido que dice hablar en nombre del hombre común se esperaba la grandeza de declarar que los mártires son todos los otros. Y que los derechos de todos no pueden ser privilegios de uno. Al demostrar preocupación por Genoino, Dilma Rousseff demostró también omisión por todos los otros presos que viven una rutina de ilegalidades y desprecio por los derechos humanos más básicos, en cárceles del país que el PT gobierna hace más de una década y que tiene la cuarta mayor población encarcelada del mundo. Sin olvidar que es de los Estados el compromiso de construir y administrar las cárceles, así como proteger a los presos, un deber en el que todos, de diferentes partidos, fallan. La responsabilidad al perpetuar lo que el exministro del Supremo Tribunal Federal Cezar Peluso llamó  "mazmorras medievales" es compartida. Son más de medio millón de presos encarcelados en situación tan brutal que el ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo, llegó a decir que preferiría morirse a cumplir una condena.

Asumirse como preso común habría sido un gesto simbólico más fuerte para quien despuntó en la vida pública como preso político de una dictadura, aquella vez sí sin juicio. Los que se forjaron en la lucha armada contra un régimen de excepción, al llegar al poder, lucharon menos de lo que deberían por los presos comunes que siguieron y siguen siendo torturados y muertos en las comisarías y cárceles del país. Aún hoy la tortura a los presos políticos en la dictadura, la mayoría de ellos de clase media, recibe mucha más atención que la tortura sistemática a los presos comunes, que perdura en la democracia. Sin olvidar que la mayoría de los presos torturados y confinados en el sistema penal brasileño la componen negros y pobres.

Se trata también de clase social. No es uno acaso que Manoel Fiel Filho, el obrero asesinado por la dictadura, tenga mucha menos resonancia en la democracia que Vladimir Herzog, el periodista asesinado por la dictadura, aunque la muerte de ambos haya impulsado el movimiento de la sociedad hacia el fin del régimen militar. Cuando Dirceu y Genoino levantan el brazo y cierran el puño, declarándose "presos políticos", no están denunciando solo lo que ven como un "juicio de excepción", sino poniéndose por delante de todos los otros presos como "excepción". Es como decir: "Estoy aquí, pero soy mejor que vosotros".

El espectáculo promovido por Joaquim Barbosa para lo que llegó a ser interpretado, con cierta exageración, como una "refundación de la República" reveló más de lo que estaba programado. Mostró ese lapso, ese corte en el tiempo, en que el brazo alzado, el puño cerrado, se alienó de las calles. Cuando las manifestaciones de junio comenzaron, la clase media conoció la truculencia de la policía sin darse cuenta de que estaba delante de su espejo. En las lejanías de São Paulo, el poeta Sérgio Vaz ironizó: "Aquí en la periferia las balas siguen siendo de plomo. Estamos reivindicando un upgrade hacia balas de goma". Y pronto las balas de plomo acertaron diez (nueve moradores y un policía) en el complejo de favelas de Maré, en Río, tras una protesta. Y entonces, el 14 de julio, al desaparecer, Amarildo de Souza apareció delante de Brasil.

Para la juventud que protestó – y en varios momentos expulsó de las calles los militantes de partidos, incluso los del PT –, presos políticos pasaron a ser los manifestantes llevados a la cárcel por la policía del Estado democrático. En esta apropiación simbólica – que se inicia antes, pero se consolida a partir de las protestas –, al mismo tiempo se retoma el concepto de preso político de la generación de Genoino y Dirceu, forjado en los actos contra la dictadura, pero con un sentido propio, en la medida que la democracia trae una nueva complejidad para las cuestiones que involucran el término. En el mismo movimiento se asume el nombre y el rostro de las víctimas anónimas y despolitizadas de la violencia racial y de clase y se les da un contenido político. Como pasó con Amarildo, pero no solo con él. Vale la pena recordar que el detonador de las protestas fueron 20 centavos – que muchos, en especial la clase media, juzgaron poco para tamaña conmoción, pero que se trataba del dolor de millones de invisibles cuya vida es masticada día tras día en horas perdidas dentro de autobuses abarrotados–. Era una elección por el hombre común incorporándolo en cada uno.

Es importante darse cuenta también que, para una parte significativa de los manifestantes, presos políticos son aquellos que la mayoría de los partidos, así como grande parte de la prensa, llaman "vándalos". Si los Black Bloc tienen motivos para cubrirse la cara, hay en este acto también una elección por el anonimato, por fundirse en la multitud. Apoyando o no a sus acciones, hay que reconocer que mostrarse "sin rostro" es un gesto político de gran significado.

La cara de esos movimientos sin líderes anunciados y con causas múltiples es la de la multitud. Pero a cada momento la multitud puede asumir la cara de un anónimo, para darle colectivamente un nombre y una historia. En la hashtag del Twitter, #SomosTodosAmarildo. O somos todo aquel que es torturado, violado, muerto. #SomosTodosUm. Este es un cambio profundo que los hombres que alzaron el brazo y cerraron el puño parecen no haber comprendido. Si él parte de las protestas en las calles, también les trasciende para ocupar otros reductos. Mientras la pequeña saga de Genoino se desarrollaba, la semana pasada, Caetano Veloso y Marisa Monte cantaban en el Circo Voador de Río para levantar fondos para la familia de Amarildo. En cierto momento, la cantante pidió al público que se pusiera la máscara de Amarildo que habían recibido en la entrada: "Vamos a dejar registrado para la posteridad ese momento donde uno incorpora a Amarildo y gracias a eso consigue transformar tantas cosas. Es así que conseguimos todos cambiar este país". La máscara es la posibilidad de ser uno y, al mismo tiempo, todos los otros.

El cambio es un momento agudo de un proceso histórico en el cual Lula y el PT tuvieron, más que cualquier otro político y partido, una contribución decisiva en el concreto y en el simbólico de su ascensión al poder. Se apartaron, sin embargo, y parecen estar menos preocupados de lo que deberían por su divorcio de las calles. El brazo alzado, el puño cerrado, es un capítulo melancólico de un partido que paró de escuchar. En parte porque cree poder mantener el voto de los hombres y mujeres comunes que reciben el Bolsa Familia y aún se contentan con lo que, si por un lado es enorme, al reducir la miseria y el hambre, también es poco para la potencia contenida en una vida humana.

La tragedia de los dos Josés del PT no es haber sido presos por corrupción, sino la imposibilidad de decir #SomosTodosOsPresos.

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