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Columna
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Vuelta a la ‘realpolitik’

El Asad, aunque no lo digamos en alto, ha ganado en Siria. Que los europeos peregrinen a Siria para recabar información de Al Qaeda lo dice todo

Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los europeos decidimos sacrificar la promoción de la democracia y los derechos humanos en el Norte de África en aras de la estabilidad y la seguridad. Para justificarnos nos servíamos de dos espantajos: mientras que con una mano agitábamos nuestros intereses de seguridad, dominados por el interés en obtener colaboración en la lucha contra el terrorismo yihadista y el control de los flujos de inmigración, en la otra blandíamos la tragedia ocurrida en Argelia en los años noventa para argumentar que, aunque unas elecciones limpias fueran una buena idea, seguramente llevarían al poder a aquellos que intentarían destruir la democracia.

Parapetados tras esta mezcla de miedos e intereses, construimos una política de apoyo incondicional a los regímenes de la región basada en una curiosa convergencia intelectual: para los partidarios de la realpolitik, que sostienen que uno tiene que lidiar con lo que hay, la elección entre dictaduras laicas aliadas y teocracias hostiles a Occidente no ofrecía dudas. A su vez, para los liberales, no había ninguna razón para suponer que los regímenes de la región no iban a seguir la ruta clásica de la modernización, que sostiene que el desarrollo económico es el que, a la larga, acaba trayendo la democracia. Halcones o palomas daba igual: en cualquiera de los dos casos, los intereses de seguridad de los europeos estarían a resguardo.

Claro que algunos agoreros cuestionaron esta aproximación, avisando del riesgo de que con esta política, que debilitaba a los demócratas y fortalecía a los islamistas, los europeos se arriesgaban a quedarse sin seguridad y sin libertad. Pero pese a la evidencia de que los regímenes de la región iban hacia atrás política y económicamente, convirtiéndose en corruptas repúblicas hereditarias, los europeos perseveramos en nuestro apoyo e incluso, bajo presidencia española, ofrecimos a Túnez el estatuto avanzado en sus relaciones con la UE.

La Primavera Árabe invirtió los términos del debate, concediendo a los europeos una segunda oportunidad de hacer las cosas bien. Pero esa primavera no ha traído los resultados esperados. Con la excepción de Túnez, la situación no es muy esperanzadora: las monarquías de Marruecos, Jordania y el Golfo han conseguido zafarse de las presiones de cambio; Libia parece deslizarse hacia al caos, Egipto ha vuelto bajo la tutela del ejército y El Asad, aunque no lo digamos en alto, ha ganado en Siria. La noticia, conocida esos días, de que los servicios secretos europeos están ya peregrinando a Damasco para recabar información sobre los militantes de Al Qaeda que allí combaten lo dice todo. Como Gadafi en su momento, El Asad ha concluido que desembarazándose de las armas químicas y reprimiendo a los yihadistas puede continuar reprimiendo a su pueblo. Europa vuelve pues a la realpolitik. Y como se ve en las resistencias a proporcionar asilo a los refugiados sirios, lo hace sin ni siquiera molestarse en recoger los platos rotos.

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