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Tribuna
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La restauración estalinista

Los verdaderos progresistas latinoamericanos hace tiempo que dejaron de peregrinar al pie de la Sierra Maestra a esperar al hombre nuevo, saben que no bajará jamás

La década de las revoluciones democráticas comenzó con la caída del muro de Berlin, en noviembre de 1989. Continuó con la unificación de Alemania, en octubre de 1990, y la disolución de la Unión Soviética, en diciembre de 1991. Allí se terminó el régimen del estado-partido y la estrategia de dominación estalinista. Por cierto que no fue el fin de la historia, pero sí fue el final de una particular lectura de la misma, el de la teleología marxista. La transición al capitalismo democrático era una involución inconcebible. La historia estaba yendo a contramano de la historia.

América Latina seguía entonces bajo los efectos de la crisis de la deuda y la década pérdida, con una democracia nueva y sobre todo frágil. En Argentina, Brasil y México, comenzaron los programas de apertura y privatización bajo Menem, Collor y Salinas, respectivamente. La literatura especializada comenzó a hablar de “populismo neoliberal” y en Perú de “fujipopulismo”—neoliberalismo también, pero autoritario.

Chile apenas comenzaba con el gobierno de Aylwin en marzo de 1990, con una economía estable pero con innumerables legados del pinochetismo. La caída del muro de Berlín tendría especial significación. No sólo coincidió con la transición, sino también con el retorno de los exiliados, muchos de los cuales volvían del socialismo realmente existente con visible desencanto. Quienes regresaban de Estocolmo u Oslo, en contraste, habían descubierto un capitalismo con justicia social y democracia liberal, es decir, con derechos y garantías. Para la ortodoxia vernácula, esa controversia era un inaceptable revisionismo contrarrevolucionario.

En una exquisita ironía de la historia, Erich Honecker, el hacedor de la dictadura perfecta en Alemania Oriental y ahora víctima de un cáncer terminal, iría a morir a Santiago en 1994, donde vivía su hija con su marido chileno. En un suceso impregnado de simbolismo, su funeral fue llevado a cabo por la legendaria cúpula del Partido Comunista chileno, casi con los honores de un jefe de estado y solemnidad revolucionaria. Tal vez allí estuvieran enterrando también los vestigios de su propio estalinismo. Curiosamente, ese mismo año los comunistas volverían al poder en Polonia y Hungría, sólo que como socialdemócratas y por medio de elecciones libres. La estética de la democracia en su expresión más acabada.

Para Cuba, el fin de la Unión Soviética significó la perdida de los subsidios agrícolas y energéticos. Esa fue su propia década perdida, una profunda recesión que llevó al “Período Especial,” con cambios legales y de política económica. Se instauró el sistema bi-monetario y se modificó la constitución a fin de legalizar la propiedad privada e incrementar la competitividad en la agricultura. Parecía que pronto llegarían la apertura política y la democratización. Cuando grupos disidentes progresistas comenzaron a participar en la Internacional Socialista hacia fines de la década, ese mensaje también se escuchó de parte de figuras de prestigio como Felipe González y Ricardo Lagos, entre otros. El propio Insulza, ex ministro de Lagos, se manifestó en favor de la democratización de Cuba al asumir en la OEA en 2005.

Pero la democracia no era el objetivo del estado-partido. Como en Hungría en 1968 y China a fines de los setenta, la liberalización económica parcial fue un instrumento para recuperar oxígeno y ganar tiempo. Que algo cambie para que nada cambie. Aguantar la crisis descomprimiendo la economía hasta encontrar la manera de atraer recursos financieros externos, salir del aislamiento internacional y recuperar el control político interno.

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Y eso ocurrió justamente gracias a Petrocaribe a partir de 2005. Venezuela comenzó a vender a Cuba petróleo fuertemente subsidiado, que Cuba a su vez exporta aún hoy a precio de mercado. La utilidad de ambos fue política. Cuba se hizo de una renta petrolera—paradójicamente, sin tener petróleo—para superar la crisis de los noventa y estabilizar al régimen. La petro-diplomacia le permitió a Venezuela expandir su influencia en la región con al apoyo disciplinado de los beneficiarios de Petrocaribe, Cuba y catorce países más.

Esta historia para darle contexto a lo que acaba de ocurrir en la cumbre de CELAC: ni más ni menos que la re-legitimación del estalinismo. Un proceso que comienza con Petrocaribe en 2005, cuando el estalinismo ya era historia, para concluir esta semana en La Habana. En definitiva, una restauración, que por lo general son autoritarias y conservadoras, y aun definitivamente reaccionarias.

Una restauración siempre genera un régimen con tendencias geriátricas; al ser tardío, por definición. Muestra rasgos originales, pero en descomposición por el paso del tiempo. Se mezcla con Macondo, que como bien sabemos es un orden político centenario, lo cual lo hace aún más vetusto. El estalinismo tardío ya no cuenta con el romanticismo Guevariano en sus rituales, ahora sólo tiene el realismo de Odebrecht y la obra pública, el capital chino y su gélido pragmatismo; y huele a petróleo en su descomposición.

Pero el romanticismo no se agotó esta semana. Los verdaderos progresistas latinoamericanos hace tiempo que dejaron de peregrinar al pie de la Sierra Maestra a esperar al hombre nuevo, saben que no bajará jamás. Por eso la respuesta al disenso siempre es “ad hominem”, la calumnia para descalificar, la falsificación como estrategia comunicacional. El disidente es de la CIA; el independiente es un colaborador del imperio; y los derechos humanos que proclaman organismos con oficinas en Washington son el invento de una conspiración. Se dirán de izquierda, pero son los mejores discípulos de Goebbels.

Esta nueva izquierda latinoamericana no es progresista, en realidad es lo opuesto, vieja y reaccionaria. Está construyendo un orden conservador, una restauración estalinista pero de carácter monárquica y sultanista—una impensable alquimia de la teoría política. Reformas constitucionales para perpetuarse en el poder, cónyuges que son sucesores presidenciales, hermanos heredando un poder dinástico. ¿Es ese es el politburó de la CELAC? ¿Es esta la utopía de su revolución?

La buena noticia es que declararon a América Latina “zona de paz”; aunque ignorando a las cientos de miles de víctimas de la inseguridad, la “otra” guerra, la del narcotráfico, que a menudo los tiene como socios. Pero es cierto que, hasta ahora al menos, las guerras del estalinismo tardío han sido principalmente guerras de unos blogueros contra otros. No deja de ser un avance si recordamos que el estalinismo temprano tenía acceso al botón nuclear.

Hector E. Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC.

Twitter @hectorschamis

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