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El último belga, el rey

A partir de julio, Bélgica será prácticamente un país con dos Estados y una capital común

Habían acabado las guerras napoleónicas y Holanda recuperaba en 1815 su independencia sobre un territorio que se extendía hasta el plat pays, la actual Bélgica. Ámsterdam controlaba, así, las bocas del Mosa y del Escalda, y el secretario del Foreign Office británico Palmerston decidió ingeniar una escaramuza en 1830, en la antigua divisoria entre los Países Bajos españoles y sus vecinos calvinistas, que los patriotas llamaron guerra. Había nacido Bélgica.

El nuevo Estado se encaramaba sobre un trípode encabezado por la letra c: el carbón que alimentaría una Revolución Industrial que aún se estudia como modelo en las universidades europeas; el catolicismo, como disolvente de las diferencias étnicas y lingüísticas entres dos naciones, flamencos que hablaban neerlandés, y valones, de lengua francesa, así como en oposición a la Iglesia reformada de Holanda; y la corona, como institución común de todos los belgas. Pero el carbón ya no es lo que era; el catolicismo, mucho menos; y la corona solo una pasable excentricidad de época. En el último medio siglo, los sucintos lazos que unían a ambas comunidades han ido bifurcándose hasta crear el Estado más federal que jamás haya existido. Y el último avatar de esa evolución disgregadora es la aparente renuncia a la independencia del partido más votado del país —aunque con menos del 20%— la N-VA flamenca, que promueve un difuso concepto, el confederalismo, que de tanto aflojar los lazos intercomunitarios haría parecer al Imperio Austrohúngaro modelo de Estado centralista.

Las dos cuasi mitades belgas recibirán un nuevo impulso el próximo 1 de julio, cuando la enésima reforma les entregará plenas competencias sobre empleo, y el plan de la N-VA, que dirige Bart de Wever, crearía una acumulación de competencias prácticamente total en manos de las partes contratantes; dos Estados plenamente independientes para el manejo de sus asuntos internos, con la corona como vínculo menor, y mucho más fuertemente con Bruselas, la capital de Europa a la que no renunciará ninguna de las dos colectividades, más alguna coordinación diplomática y económica, lo que, en realidad, ya es cosa de Bruselas; la comunitaria, no la belga.

Los dos pueblos llevan décadas viviendo de espaldas el uno al otro. A mí mismo me ha ocurrido, en una reunión periodística celebrada en la sede del diario de mayor difusión del país, el flamenco Het Laatse Nieuws, tener que pedir a centralita una comunicación en inglés porque la operadora fingía no entender francés. Y esa es la tónica general de una Bélgica en la que los diarios de expresión francesa solo informan de sus otros compatriotas, y viceversa, cuando no queda más remedio, y eso que todos los flamencos aprenden en la escuela un francés muy decente, aunque sean mal correspondidos por Valonia. Nada que comparar con los vínculos íntimos y materiales que unen a Catalunya con el resto de España.

El último belga, seguramente el rey, que al salir apague la luz.

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