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Columna
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Sucio realismo

El mundo no es muy favorable a la idea de justicia universal y España dista mucho de tener un historial ejemplar en su aplicación en su historia reciente

¿Ser o deber ser?, esa es la cuestión. Para muchos, no hay duda: el mundo es como es, y debemos adaptarnos a él. ¿Y cómo es el mundo? No muy favorable a la idea de justicia universal. Primero, porque menos de la mitad de los Estados pueden ser considerados democráticos, lo cual quiere decir que la idea está en minoría. Segundo, porque ese mundo no solo está organizado en torno al principio de la soberanía de esos Estados, sino que entre ellos, los más poderosos (EE UU, China, Rusia), están abiertamente en contra del principio de justicia universal. Tercero, porque la capa de derecho internacional que lo cubre no es lo suficientemente fuerte como para garantizar los derechos humanos a escala universal pasando por encima de la voluntad de los Estados. Y tampoco juega a favor del principio de justicia universal el hecho de que los Estados puedan utilizar el comercio y las inversiones con fines políticos y valerse de ellos para coaccionar a quienes quieran abanderar esa causa.

De ahí que el realismo sucio, de tan sucio, se convierte fácilmente en sucio realismo. Aunque la justicia universal sea, además de una bella idea, un principio de obligado cumplimiento, su manifestación más extrema, como juzgar en España a la cúpula dirigente del Partido Comunista Chino, al Gobierno de Israel o al comandante en jefe del Ejército de EE UU no parece que lo sea en igual medida. Porque la justicia, para ser efectiva, tiene que ser independiente y poder operar sin miedo a sus consecuencias. Pero como sabemos, en estos casos extremos, el ejercicio de la justicia universal tendría consecuencias políticas y económicas de gran magnitud para la ciudadanía y las empresas españolas que ningún organismo internacional compensaría. De ahí que las restricciones a la jurisdicción universal comenzaran con el Gobierno de Zapatero y hayan continuado con el actual.

No es este un desenlace del que podamos sentirnos orgullosos, sino más bien del que debemos avergonzarnos. Muestra con toda claridad nuestra debilidad e irrelevancia en el mundo y la necesidad de entender de una vez por todas que solo una Europa fuerte y unida podrá defender estos principios de forma eficaz. Mientras esa Europa unida no llegue, el mensaje está claro: España tira la toalla ¡Que juzguen otros!

Quizá en todo este proceso haya pesado el hecho de que, como nos ha recordado estos días el relator de Naciones Unidas para estas cuestiones, España dista mucho de tener un historial ejemplar respecto a la aplicación de este principio en lo que a su propia historia reciente se refiere. Las miles de personas todavía enterradas en las cunetas, el hecho de que miles de responsables de la represión durante el franquismo, incluidos jueces, estén en sus puestos o disfruten de pensiones del Estado, por no hablar de los torturadores que viven libremente entre nosotros, dejan muy claro al resto del mundo que España no ha asumido todavía internamente los principios de imprescriptibilidad y jurisdicción universal sobre los que se asienta el principio de justicia universal. Sin ese debate resuelto en casa es muy difícil que nos podamos pasear por el mundo impartiendo justicia.

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