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Cartas de Cuévano
Columna
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Caras del Chapo

Es preciso evaluar si con el cíclico apresamiento de los capos se logra implosionar el mercado ilegal de las drogas

Poco más de veinte años después de su primer ingreso en un penal supuestamente inviolable y trece años después de que haya escapado en un carro de lavandería de su cárcel de supuesta máxima seguridad, Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, conocido en todo el mundo como “El Chapo”, vuelve a dormir en una celda de un reclusorio de máxima seguridad. Hay que subrayar que su detención ocurre también después de que suman sesenta o sin cuenta miles de muertos directamente atribuibles al nefando imperio del inmenso negocio que hasta el día de hoy comandaba esta suerte de CEO ilegal, una organización criminal que ha sido si no elogiada, por lo menos descrita como “de minuciosa estructura jerárquica, de propósitos muy bien definidos e innegables logros lucrativos”. Incluso, se acostumbra añadir que los esquemas de violencia del Cartel de Sinaloa –a diferencia del sadismo y sanguinaria crueldad videofílica de otras organizaciones—se concentraba en ajustes de cuentas, batallas por plazas, corrupción de gran escala, mas no ataques directos a la población civil, a las familias de sus adversarios y un etcétera largo que de pronto remite a la siniestra “honorabilidad” de Don Vito Corleone, al contener su ira contra la familia Tataglia, sus archirrivales de novela y cine en pantalla.

Precisamente al desfilar por las pantallas del mundo, aparecen hoy las diferentes caras del Chapo y sin demeritar un ápice el mérito trascendental de su captura y detención, es preciso evaluar si con el cíclico apresamiento de los capos se logra implosionar el mercado ilegal de las drogas, abatir los cada vez más altos y alarmantes niveles de delincuencia asociados a su comercio y distribución o contener las cada vez más preocupantes ansias del hartazgo y desesperación de ciudadanos dispuestos a convertirse en sus propias milicias de defensa. Volvamos al rostro ahora un poco más envejecido del Chapo: el que aparecía hace veinte años rasurado y hoy lleva bigote que parece compartir tinte con el pelo, el hombre que mide apenas 1.64 de estatura, que hace años se veía regordete y hoy enflaquece al bajar la cabeza sin que tengan que forzarlo mucho los marinos sin rostro.

El hombre que nació en La Tuna de Badiraguato el 4 de abril de 1957, considerado por la revista Forbes como dueño y señor de una de las fortunas más elevadas del mundo moderno, traficante de por lo menos un cultivo de cierta hierba que ya es legal en por lo menos tres o cuatro estados norteamericanos, el que surgió como alfil consentido y ganador de las confianzas del llamado “Padrino” Miguel Ángel Félix Gallardo, es el mismo que llegó con los años a sustituirlo y vivir ya en la cima en una red de viviendas interconectadas con túneles bien construidos e iluminados que le permitían salir directamente al sistema público de drenaje de por lo menos la ciudad de Culiacán y que un sábado ya de efemérides dormía con su esposa –ex reina de la belleza, ex Miss, las gemelitas que procrearon, la nana y una sirvienta en un departamento al filo del malecón de Mazatlán—hasta que de pronto entra un cuerpo élite de la Marina y le gritan que salga del baño donde se escondía.

Uno procura no sólo verificar lo inverosímil en las noticias, sino contrastar con datos y videos de los hechos la instantánea propensión a la duda, a la conjetura y las inmediatas teorías de la conspiración que se le ocurre a todo vecino en cuanto la realidad parece no explicarse por sí sola. La imagen muestra un departamento patético, amueblado con evidente mal gusto y una habitación donde hay ropa revuelta por todos lados y una inexplicable abundancia de papel higiénico; el pequeño baño donde se escondía el delincuente que parecería insulso si no llevara sobre su apodo la responsabilidad directa de una cascada de muerte, criminalidad y podredumbre.

El hábitat de su último reducto parece de estación de camiones y se van sumando las vistas y las versiones donde confluye eso que podríamos llamar instancias de literatura pura: sucede que no es cierto que El Chapo estuviera solo en la cama y que no le dio tiempo de empuñar su cuerno de chivo e intentar rociar a balazos su leyenda. En realidad, salió con las manos abiertas por delante casi pidiendo que lo esposaran al tiempo que repetía en voz alta que no dispararan los soldados. Otra instancia de literatura ronda sobre los ocho minutos que tuvo el Chapo para escaparse por el túnel que tenía bajo la tina de baño en su casa de Culiacán, las puertas blindadas y el ducto directo al drenaje iluminados como videojuego o el mínimo error de seguir utilizando un teléfono satelital que terminó por delatar su ubicación, aun cuando ya sentía pasos en la azotea. Es decir, sabemos muchos datos de los personajes más siniestros de la novela de todos los días y sin embargo, queda en el reino de la literatura, la pura imaginación y la ronda de interpretaciones equivocadas, la hilera de conjeturas que intentan incluso demeritar su detención y la inevitable aunque trastocada y nociva propensión a su glorificación como forajido al humilde servicio de una comunidad.

En realidad no es novedad que los delincuentes legendarios susciten ansias de novela o película. Por muy buscados, acosados y rastreados con drones cibernéticos hay por lo menos un buen cuento en la ficción que rodea a los meseros que sirven bebidas en sus banquetes, los cantantes que amenizan sus fiestas, las damas de tacón dorado que sacian sus antojos e incluso los sacerdotes que bautizan a sus gemelitas, pero también hay una particular literatura en el imperdonable mal gusto con el que vive este tipo de millonarios, el fructífero analfabetismo con el que transcurren sus días, la taquicardia constante con la que huyen todos los días incluso cuando hagan sentir a sus esposas que no están en realidad de huida, y ni hablar de la mucha literatura que estaremos por leer y vivir en los próximos años en torno a la vera imposibilidad, la verdadera negación de quien crea que estamos al filo de habitar un mundo exento de narcotraficantes, un planeta en paz sin crimen organizado ni pesadillas constantes de sangre y horror.

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Al despertar del siglo XX, James Joyce presagiaba la importancia de esta dicotomía entre la noticia candente que nos rodea a diario y el escape ideal que ofrece esa otra realidad que llamamos ficción, al meter en su novela del Ulíses el íntimo momento en que el Sr. Bloom se mete al retrete para leer el periódico, pues como bien ha escrito Manuel Rivas “lo que nunca olvidaremos de los periódicos, o de la radio y la televisión, es lo que tienen de literatura”.

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