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Columna
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El apagón de los privilegios

Juan Arias

Los brasileños detestan los apagones de energía. A nadie les gusta, en efecto, quedarse a oscuras, sin luz, por culpa de esos rayos impertinentes. Pero hay un apagón que le encantaría a la gente y que sería aplaudido por ricos y pobres. Es un apagón que, al revés de los de luz, que quitan votos, gratificaría a los políticos.

Me refiero al apagón de los privilegios irritantes de los que hoy disfrutan desde los acólitos a los cardenales de la política. Imagínense el titular de los periódicos: “Los políticos brasileños han decidido dar un apagón a todos los privilegios inherentes a su cargo y se comportarán en sus acciones como simples ciudadanos”.

¿Que es imposible? Por lo pronto, algunos políticos como Eduardo Campos empiezan a eliminar las gradas de lujo para el carnaval y la presidenta Dilma Rousseff quiso moverse por Roma a pie, sin coche blindado ni escolta.

Miren al papa Francisco, que acaba de renunciar al pasaporte diplomático que le correspondería como jefe de Estado del Vaticano. Aquí gozan de dicho pasaporte hasta los nietos de los políticos importantes. “Quiero viajar con mi pasaporte normal de ciudadano argentino”, ha explicado él. Antes había renunciado a los coches de lujo y a vivir en los apartamentos pontificios para quedarse en un pequeño hotel para religiosos.

No son los privilegios los que coronan de respeto ni a los papas ni a los políticos. Al revés, los alejan de la gente que los ve pasar disparados y escoltados en sus flamantes coches blindados o viajando, no en los aviones comunes, sino en sus ya legendarios aviones ejecutivos de empresarios amigos o del Ejército, siempre alejados de la normalidad de los ciudadanos.

Encontrar a políticos importantes en un metro o en un autobús (aunque no fuera más que para escuchar lo que la gente piensa de ellos), eso ni de milagro.

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Difícil encontrarles siquiera en una de esas pizzerías donde acude la gente normal. Siempre se escurren en los restaurantes de mayor lujo que suelen cobrarles el doble porque saben que no pagan de su bolsillo, sino del nuestro. Hasta los pasajes internacionales de avión se los estaban cobrando el doble las agencias a los ilustres senadores, sin que se enterasen.

Más difícil encontrarles, cuando están enfermos, en un hospital de la gente común, así como es difícil, casi imposible, que los hijos de ciudadanos normales puedan mezclarse en las escuelas públicas con los de los políticos, porque estos solo frecuentan las privadas, mientras en sus mitines elogian las maravillas de las públicas.

Durante las manifestaciones de junio pasado una de las pancartas más creativas de los jóvenes resaltaba que un país rico no es aquel que tiene más coches, sino aquel en el que las clases altas y los políticos usan los servicios públicos.

Se podría decir que un país verdaderamente democrático es aquel en el que los políticos llevan a sus hijos a las escuelas públicas y se curan, como todos, en los hospitales de la Seguridad Social, que ellos construyen orgullosos pero que no usan.

Ha habido hasta quién intentó -con una fuerte dosis de ingenuidad- hacer aprobar una ley que obligase a los políticos y a sus familiares más directos, durante el mandato, a usar solo los servicios públicos. En ese caso, que es solo un sueño, en pocos años veríamos surgir en la esfera pública las mejores escuelas y los mejores hospitales. Y si viajasen sin escoltas ni blindajes quizás la angustia de la seguridad pública, que agarrota a los ciudadanos, mejoraría con rapidez.

Podría parecer un simple ejercicio literario hablar de un apagón de privilegios para los políticos, pero estoy seguro que si algunos comenzaran a apagar esas luces para vivir de repente como todos, mezclados con la gente, sufriendo las inclemencias de los servicios públicos, notarían que la gente empezaría a quererles y, sin duda, a votarles más convicción.

Quizás la siempre aplazada reforma política podría empezar por ese apagón de muchos de esos privilegios que indignan a la población.

Desnudos de sus privilegios y vestidos con el atuendo más incómodo de los ciudadanos de a pie, los políticos quizás sufrirían un poco, podrían hasta sentirse desorientados al haber olvidado cómo se sube uno a un autobús a empujones, o cómo se espera durante horas en la fila de un médico, o como hay que reforzar los deberes a hijos y nietos porque en la escuela pública mal les enseñan a leer y escribir.

Todo eso sería posible. Pero quizás, como le está pasando al papa Francisco, que se esfuerza para dejar olvidados en algún armario sus privilegios de poder, empezarían a ser vistos por nosotros con simpatía y hasta con admiración.

Mezclados con la gente, los políticos dejarían de ver a los ciudadanos como simples coleccionadores de votos sin nombre para reconocerles como seres humanos. Codo a codo con la humanidad real que sufre, goza y desea ser feliz, se sentirían también menos mordidos por la soledad.

Hagan la prueba. Apáguense y verán como de repente serán vistos bajo otra luz y otra estima, una planta que no crece en la tierra infecunda de los que cultivan privilegios que hieren la sensibilidad de los que tienen que trabajar duro para poder sobrevivir.

Días atrás, en la sala de espera de un oculista, mezclado entre personas de clase C, más bien humildes, observé la presencia de un médico muy conocido del hospital de la ciudad. Estaba esperando religiosamente su turno. El doctor no lo hizo pasar antes ni forzó la fila.

Pude notar como aquel simple gesto gratificó al médico veterano. Las personas, curiosas al verlo allí, sentado como uno más, esperando su turno, se acercaban a darle la mano saludándolo con una sonrisa mezcla de cariño y admiración.

Esperó más de una hora a ser llamado, pero se llevó al salir la gratitud de las personas que recompensaron con su afecto las molestias de haber dado un apagón a su privilegio de persona importante.

¿Difícil? Quizás, pero no imposible. Es solo probar para ver.

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