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Columna
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La CIA, un Estado dentro del Estado

Las acusaciones a la agencia de inteligencia de piratear los sistemas informáticos de la Comisión de Inteligencia del Congreso de EE UU causan un grave problema institucional

La sede de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en Langley.
La sede de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en Langley. scott applewhite (ap)

Definitivamente, la CIA sigue siendo un Estado dentro del Estado. “Todos los hombres llegan siempre al límite de su poder”, decía el gran historiador Tucídides. En nuestra época, habría que añadir: “Todas las instituciones llegan siempre al límite de su poder”. Así, Estados Unidos se encuentra confrontado a la extensión, casi sin límites, de los poderes de una institución capital: la CIA.

He aquí que la potente Agencia Central de Inteligencia ha sido acusada de piratear a lo largo de los últimos años los sistemas informáticos de la Comisión de Inteligencia del Congreso estadounidense. Este está presidido por una senadora demócrata, Diane Feinstein, no obstante conocida por ser una gran defensora de los servicios de inteligencia. Pero a los ojos de la CIA, esta comisión cometió el error de investigar profusamente sobre la práctica sistemática de la tortura. Una investigación que ya ha sido objeto de un voluminoso informe, inédito hasta la fecha, de nuevo bajo la presión de la CIA. Esto pone de manifiesto un grave problema institucional en la república norteamericana.

No es la primera vez que la CIA se sitúa en el centro de una polémica. Sin volver la mirada hacia los años setenta, marcados por una agencia todopoderosa y su “competencia” en materia de golpes de Estado y contragolpes de Estado de siniestra memoria, durante la presidencia de George W. Bush esta se puso del mejor lado. La CIA intentó entonces resistir a las presiones del vicepresidente Dick Cheney, que pretendía preparar a cualquier precio un montaje para demostrar que el Irak de Sadam Husein poseía las famosas “armas de destrucción masiva” que iban a servir como pretexto para desencadenar la guerra contra ese país. Después siguió un periodo de desestabilización de la agencia, que, como el conjunto de los servicios norteamericanos, también fue acusada de no haber sabido prevenir los ataques del 11 de septiembre de 2001.

Lo que vino después es conocido, especialmente las numerosísimas restricciones a las libertades introducidas por el Patriot Act y, sobre todo, la práctica de la tortura por la agencia de inteligencia. Este es sin duda el punto clave de la resistencia de la CIA a las investigaciones parlamentarias, hasta el punto de empujarla a infringir la Constitución e incluso a intentar intimidar a los miembros de la Comisión de Inteligencia.

Barack Obama, que había prometido reparar los daños morales y el considerable menoscabo a la imagen de Estados Unidos resultante de las revelaciones sobre la práctica de la tortura, especialmente prohibiendo esta, no parece sin embargo demasiado dispuesto a pedirle cuentas a la CIA. Y en esto se equivoca, en todo caso a ojos de cualquiera que vea en la ejemplaridad del modelo democrático una prioridad que, se supone, la CIA también debe respetar.

Por supuesto, a lo que ya es un escándalo político en Estados Unidos, hay que añadir el otro escándalo: el de las escuchas operadas por todo el mundo por la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana. A esta otra agencia se le puede reprochar que los millones de escuchas que recopiló no sirvieron de nada, o al menos no de gran cosa, ya que el 11 de septiembre tuvo lugar.

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Mejor dicho: sirvieron para provocar una grave desavenencia entre la presidencia estadounidense y dos de sus más importantes aliados: Alemania y Brasil. Pues Angela Merkel, evidentemente más sensible que otros al espionaje del que fue objeto, teniendo en cuenta su experiencia en Alemania del Este, y Dilma Rousseff, que anuló una visita oficial a Estados Unidos, siguen enojadas.

En efecto, nunca es bueno que un hombre, o una institución, llegue al límite de su poder. La esencia misma de la democracia, el combate permanente de esta, reside siempre en el equilibrio de poderes... permanentemente amenazado.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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