_
_
_
_
_

Las sombras de La Paz iluminadas por un lustrabotas

Un tour alternativo con limpiadores de zapatos como guías muestra los rincones populares de la ciudad boliviana

El lustrabotas Cleto Quispe, en La Paz.
El lustrabotas Cleto Quispe, en La Paz.M. AZCUI

Candidata a ser ciudad maravilla del mundo, La Paz, sede del gobierno boliviano, tiene como cualquier otra urbe luces y sombras. Es esa cara citadina poco conocida, algo fea, abandonada, discriminada y pobre la que sale a relucir de la mano de los lustrabotas, flamantes guías del tour alternativo y muy conocedores de las calles en las que les tocó sobrevivir al hambre y al desamparo.

La figura del lustracalzados en las calles de La Paz impacta a primera vista. De gorra calada hasta las cejas y un pasamontaña que cubre el rostro y el cuello, solo deja ver los ojos de mirada triste, inquisitiva, burlona o pícara. Es, en realidad, un uniforme de trabajo que esconde la identidad personal y, cómo no, una vida en situación de calle que ha causado heridas físicas y emocionales por el abandono, la pobreza y la discriminación; en muchos casos, la violencia, el alcohol y las drogas.

El gremio en La Paz está integrado por unos 3.000 lustrabotas, entre mayores, jóvenes y niños. Están diseminados por toda la ciudad, pero principalmente en el centro histórico citadino donde encuentran centenares de personas con zapatos que necesitan betún y brillo. Los lustra calzados cobran menos de 20 céntimos de dólar por su trabajo.

No más de 50 de ellos han logrado incorporarse a un programa de ayuda de la Fundación Arte y Cultura que edita el periódico de los lustrabotas El Hormigón Armado y desarrolla talleres sabatinos de capacitación y de orientación en un sinnúmero de actividades. Ha logrado importantes resultados, entre ellos, subir la autoestima, mejorar los ingresos económicos y optar por nuevos caminos de vida.

El gremio en La Paz está integrado por unos 3.000 lustrabotas, entre mayores, jóvenes y niños

Tras ocho años de publicación del periódico, con un tiraje bimensual de 5.000 números, la venta beneficia al lustrabotas y el medio se sostiene con publicidad y el aporte de voluntarios. La Fundación estrena este año un programa de apoyo educativo con becas para los estudiantes y el tour alternativo guiado por lustrabotas.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

“Yo soy un boliviano privilegiado por la vida, crecí con buena educación, y siento mucha vergüenza al ver que miles de niños y niñas han sido empujados a vivir en la calle. Veo que la gente está acostumbrada a ver a un niño drogado limpiando vidrios, está como adormecida y no se conmociona”, explica el director de El Hormigón Armado, Jaime Villalobos, que ha asumido la responsabilidad de ayudar, en la medida de todas sus fuerzas, a quienes considera que la misma sociedad boliviana ha marginado y desamparado.

Admite que a lo largo de estos ocho años ha conocido historias que le “partieron el alma” y, a la vez, le impulsaron a seguir adelante con el periódico. El Hormigón Armado proyecta la imagen de un pequeño gran guerrero, como una hormiguita, en lucha contra la agresividad de la vida.

El Pochito, como gusta llamarse Christian Mendoza, el Babas, el Bogales, otros jóvenes que se llaman Juan, Víctor, José, todos lustrabotas, tienen casi una misma historia: niñitos que comenzaron a vivir en las calles con apenas cinco, seis u ocho años al quedar huérfanos de madre o porque fueron abandonados a su suerte; u optaron por la calle para escapar de la crueldad de padres, tíos o familiares adictos al alcohol y, a veces, con la esperanza de saciar su hambre con un poco más de pan. Expuestos a largas noches de intenso frío, a violencia extrema, a experimentar con inhalantes o alcohol a fin de echar fuera el hambre y el miedo, son quienes escriben textos, poemas y canciones para el periódico.

El proyecto de turismo alternativo ha capacitado a 12 lustrabotas como guías en una zona de la ciudad que la conocen como la palma de su mano, pues es el mundo en el que han sobrevivido. El más aventajado es Cleto Quispe que no aparenta ni 25 años, pero el declara 42. Aferrado a su cajita de madera, donde guarda betún y cepillos, está dispuesto para el recorrido que comienza en el Cementerio General y acaba en la céntrica plaza de San Pedro.

“Yo he sacado el pie de mi casa a los ocho años para escapar de las palizas de mi papá”, cuenta Cleto que ha decidido levantar su pasamontaña al comenzar la visita en el Cementerio. “Desde que mi mamita se murió de parto, de todo me pegaba: si no limpiaba el cuarto, si sus calcetines no estaban lavados, si comía mucho, si salía a jugar con mis amigos me pegaba, me pegaba después de quitarme mi ropa con su cinturón duro”.

Hace un alto en su relato, carraspea y alza un poco la voz para presentar la tumba “del compadre Carlos Palenque que fue pobre como nosotros. Cuando tuvo dinerito lo compartió con los pobres, por eso todos vienen a dejarle flores”. Y al paso, cuenta de la muerte trágica del jesuita Luis Espinal, asesinado por paramilitares semanas antes del golpe de Estado de julio de 1980.

“Y aquí se encuentra una tumba de dos amigos que querían estar juntos después de la muerte”, apunta a lo alto de un edificio hexagonal, probablemente entre los primeros del Cementerio General fundado en enero de 1826 por el mariscal Antonio José de Sucre. Efectivamente, en el mismo nicho de fines del siglo XIX, se leen dos nombres: M. Isidoro Belzu y Jorge Córdova. Ambos militares fueron presidentes de Bolivia. Córdova era yerno de Belzu.

  Casi todos comparten la misma historia: niños que se quedan en la calle con apenas seis u ocho años

Retoma el relato de su vida mientras estira la mano para detener el tráfico y cruzar una avenida sin semáforos.

“Nunca me olvido de mi primera noche fuera de la casa. Lloré y lloré. De frío y de miedo. Estaba solito. Pensar en la cuera que me iba a dar mi papá me ha hecho aguantar hasta el otro día. Me hice amigo de chicos de mi edad que ya vivían en la calle. Me enseñaron a sobrevivir pero sin drogas ni alcohol, trabajando, lavando llantas de buses de la Terminal”, alcanza a contar Cleto ya en el umbral del mercado de pescados, provenientes del lago Titicaca.

En la callejuela se exhiben pequeñas mesas en las que se intercalan truchas, pejerrey, boguitas e ispis con trozos de hielo. El olor, que golpea el estómago, se confunde pronto con el aroma de las sopas y las frituras de pescado que llegan desde atrás del sitio de expendio. “La sopa de wallak’e es rica. Se hace con k’oa, una planta aromática del lago”, dice Cleto.

Después, el mercado de helados. “Traen nieve desde el Illimani”, afirma y muestra el imponente nevado, en cuyas faldas se levanta la ciudad. Luego, el centro de expendio de flores. En la bajada, la cuadra de joyerías con enormes piezas en oro y en filigrana de plata que usan las cholas en sus sombreros de copa alta o en sus mantones de lana de vicuña. Le sigue el mercado de sombreros bombín, “los borsalinos son los más finos y cuestan mucho dinero”.

El mercado de polleras de chola no solamente apabulla por el colorido sino, la calidad de las telas: terciopelos labrados, satinados. Al menos cinco metros fruncidos a la cintura. Y los precios altos. “Muchas cholitas trabajan todo el año para comprarse una pollera y su manta”, afirma el guía de turismo.

Continúa el tour. Callejuelas muy estrechas, casi en laberinto dentro de otro mercado, conducen al hacinado mercado de aves, al extendido mercado de patatas y de maíz.

Jalona el recorrido el mercado chino. Una calle corta pero de altísimo riesgo: allí los amigos de lo ajeno expenden cosas robadas.

Las calzadas empedradas y las aceras plagadas de comerciantes (que venden desde zapatos de cholita, chocolates, frutas, medicina casera hasta raticidas y plaguicidas, que de tanto en tanto apelan los suicidas) convergen en el punto final del tour: la plaza de San Pedro.

Cleto se cubre la cara con el pasamontaña. ¿Se siente discriminado? Sí. “Lo que no quiero es que me reconozcan los parientes de mi madre. Se avergonzarían de mí. Nos pasa a todos. Nos miran mal. Y sí, sí que nos discrimina la gente. Nos insultan, creen que somos ladrones y que les queremos robar. Eso duele mucho, mucho”, dice al extender la mano, con trazas de betún, para despedirse.

En las gradas de acceso al céntrico paseo de El Prado se divierten eufóricos unos 20 niños y adolescentes. Aparentemente, están bajo el efecto de los inhalantes. El olor a pegamento es fuerte en el lugar. Se les ve desafiantes, con valor para afrontar el miedo a quedar congelados en la oscuridad de la noche. Y burlones ante el recelo que despiertan en la gente. Las mujeres apresuran el paso y aferran sus bolsos. Los niños se ríen.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_