_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Putin y los valores tradicionales

El presidente ruso puede desprestigiar un impulso reaccionario que parecía imparable en Europa

La nueva encarnación del imperialismo ruso, consagrada con la invasión y anexión de Crimea, anda a la búsqueda de perfil ideológico propio. La Rusia zarista fue durante un siglo la mayor defensora en Europa del absolutismo más rancio; hacia ella se giraron esperanzados los ultraconservadores hasta la Primera Guerra Mundial. La Unión Soviética basó su propio programa imperial en la ideología comunista, atractiva para millones de personas. Putin se ve ahora como el paladín de una reacción en defensa de los valores tradicionales ante un Occidente al que percibe como decadente y falto de moralidad. No está nada claro, sin embargo, que los defensores de esta visión reaccionaria, sobre todo en Europa central y oriental, estén dispuestos a reconocerle como a su líder.

A priori, la idea de Putin tiene sentido. Las guerras culturales de las tres últimas décadas en Estados Unidos se dan ahora a escala global. Libertad de culto, igualdad de género, derechos de las minorías sexuales o salud reproductiva son objeto de debates nacionales, conectados internacionalmente. La injerencia occidental, de gobiernos o de organizaciones civiles, en cuestiones de derechos y libertades genera resquemores que Putin cree poder aprovechar. En Europa, un fuerte impulso reaccionario contra de la diversidad (sexual, étnica y religiosa) está encontrando eco en fuerzas conservadoras convencionales pero, sobre todo, en exitosos movimientos populistas xenófobos y antieuropeos. Entre ellos, partidos como el búlgaro Ataka, el húngaro Jobbik, el griego Amanecer Dorado o el Partido Nacional Británico no ocultan sus tendencias prorrusas. Moscú deposita en ellos sus esperanzas, y les invita como observadores en el referéndum de Crimea.

Las contradicciones de esta estrategia afloraron claramente con Euromaidán. En la propaganda rusa, la revolución ucrania es un golpe de provincianos fascistas ucranios y un complot de la Eurosodoma liberal organizado desde Occidente. El odio al régimen de Yanukóvich unió en las barricadas a ultranacionalistas ucranios con judíos, demócratas rusófonos y activistas de los derechos de gays y lesbianas. La posterior agresión rusa les ayudará a mantenerse unidos. En el resto de Europa, muchos defensores de los valores tradicionales han empezado a sentirse incómodos al verse en el mismo bando que Putin. En Lituania, por ejemplo, los democristianos impidieron con su abstención una legislación contra la propaganda gay de reminiscencias putinistas y la jerarquía católica ha trocado su habitual tono nacionalista por una entusiasta declaración pro Europa.

Ante una UE pusilánime y unos Estados Unidos girados hacia el Pacífico, a Putin le resulta fácil ganar la partida geopolítica. Pero, apostando por el conservadurismo esencialista, Putin puede desprestigiar en muchos lugares del centro y del este de Europa un impulso reaccionario que parecía imparable. Y así, sin quererlo, reforzar la democracia a la que tanto menosprecia.

Sígueme en @jordivaquer

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_