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Columna
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Radiografía de El Salvador

El repunte de los crímenes y las extorsiones de las maras exigen unidad a las fuerzas políticas

El Salvador había conocido sus 15 minutos —en su caso— de dudosa celebridad por ser, junto con Honduras, el paraje más peligroso de la tierra. Con un pico en 2011 de 4.371 homicidios, hay en el país centroamericano de solo seis millones de habitantes, 60.000 pandilleros, que con sus familias suman hasta medio millón que viven del delito. Pero desde el pasado día 9 existe otro motivo de reconocimiento internacional, un nuevo tipo de alternancia política: un excomandante de la guerrilla, Salvador Sánchez Cerén, es el presidente electo, aunque sobre un país partido en dos idénticas mitades.

Los acuerdos de paz de 1992 pusieron fin a una guerra de 12 años y 90.000 muertos, lo que permitió al Frente Farabundo Martí (FMLN), en cuyo directorio figuraba el exguerrillero, transformarse en partido político. Sin la URSS y con Cuba postrada, sin el peligro de una insurrección indígena, campesina y prechavista, Washington podía ya asumir las formas democráticas. El partido de la derecha, ARENA, vinculado a los batallones de la muerte con los que se asesinaba a sospechosos de connivencia con el enemigo, dio por sentado que había ganado la guerra; convencimiento que parecieron ratificar sus victorias en las presidenciales de 1994, 1999 y 2004, en las que el FMLN le opuso siempre un guerrillero. Los acuerdos que preveían la integración de los sublevados en las FF AA. se mal cumplieron, y así, junto con la deportación de pandilleros centroamericanos de EE UU, se creó una masa de desocupados que dispararon el fenómeno de las maras: bandas narcomafiosas.

En 2009 el FMLN ganó las elecciones presentando a Mauricio Funes, periodista, compañero de viaje, pero que jamás había empuñado una pipa. Su vicepresidente era, sin embargo, Sánchez Cerén, por lo que cabe aventurar que la antigua guerrilla se sentía de nuevo preparada para llegar al poder sin intermediarios. Y el ganador era tan auténtico que aún jaleaba en enero de 2013 al líder bolivariano Hugo Chávez, mientras que calificaba a Cuba de “revolución socialista victoriosa”. Pero su triunfo se producía por 6.364 sufragios, sobre más de tres millones de votantes.

El empate electoral es la radiografía de la sociedad salvadoreña. Dos fuerzas políticas que juegan dentro del sistema, la democracia electoral, pero cuyos miembros difícilmente han olvidado las razones y sentimientos que los enfrentaron. Y esta alternancia se ha producido sin cloroformo, y no como ocurrió con la presidencia del extupamaro José Mujica en Uruguay; tan obviamente legado de otra época que resulta, sobre todo, exótico.

Los problemas de El Salvador son gravísimos. Una tregua de 2012 entre las maras, endosada por el Gobierno, redujo inicialmente el número de muertos de 14 a poco más de cinco al día; pero no decrecieron las extorsiones, con que se financian las bandas, y los crímenes han vuelto a repuntar. Semejante conflicto exige antes que nada unidad de las fuerzas políticas. A eso se enfrentan exguerrilleros y oposición.

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