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Cartas de Cuévano
Tribuna
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Similia

A veinte años del asesinato de Luis Donaldo Colosio, se siguen escuchando sus palabras en contra de la cultura de los privilegios

El 17 de julio de 1928 los diputados y otras personalidades del estado de Guanajuato organizan una comida en San Ángel, entonces a las afueras de la Ciudad de México, en honor del general Álvaro Obregón, recientemente reelecto para la Presidencia de la República. La generación con la que amanecía el siglo XX despertaba del enredo de revueltas, rebeliones y abiertas revoluciones que conformaron lo que se abrevia en los libros de historia como Revolución Mexicana, con mayúsculas y con el lema de “Sufragio Efectivo, No Reelección” como explicación teórica de la chispa con la que la inició Francisco I. Madero: el general Porfirio Díaz se había eternizado en el poder con el simulacro de sus cíclicas reelecciones presidenciales haciéndolo un Don Perpetuo que parecía haber olvidado que él mismo se había alzado en armas contra las aspiraciones dictatoriales de Benito Juárez, otra generación anterior, acuñando precisamente el lema de “Sufragio Efectivo, No Reelección”.

En la ronda de las generaciones, los generales ya vestidos de civiles revolvían la etimología de los lemas revolucionarios y aquella mañana de julio de 1928, ante cualesquier duda que pudiera suscitar el sinsentido de apuntalar con la reelección de Obregón una revolución que se había alzado en armas precisamente bajo el lema que la abatía, los obregonistas argumentaban la importancia de una coma en la nueva redacción del siglo XX. Se volvió su costumbre justificar el regreso de Obregón a la silla del águila con el argumento de que todos creían en la no reelección y lo cumplían añadiendo la coma donde se aclaraba que el presidente no podía reelegirse, salvo que hubiese un periodo intermedio. A salvo con la coma, Obregón había sido presidente y la sucesión en manos de Plutarco Elías Calles le permitía volver a ocupar el puesto, luego de un descanso de cuatro años.

Donde no estuvo a salvo Obregón fue en la comida que ofrecieron los guanajuatenses y a la que fue invitado mi abuelo materno, un dentista guanajuatense, padre de familia sin aspiración política alguna que ya despuntaba como notable médico homeópata. Mi abuelo se vistió de leontina, polainas y se retorció los bigotes tal como los usa hoy en día mi hijo sin imaginar que sería testigo privilegiado de un magnicidio. Allí aparece, elegante y transformado, en las penúltimas fotografías que se le tomaron al general Álvaro Obregón y durante casi un siglo permea el cállese la boca, los silencios, las intrigas y contradicciones que rodean el instante eléctrico en el que un joven religiosamente desquiciado, dibujante y caricaturista llamado José de León Toral se acerca al cuello del general Obregón y le vacía una pistola con la que garantizaba simbólicamente para el sistema político mexicano la aclaración final de todo el rollo de la No Reelección, sin comas. Punto y aparte.

Para algunos, el siglo XX mexicano amanece en el atardecer lloroso con el que se largaba al exilio Don Porfirio y con los sombrerazos con los que se fraguaba la primera revolución social del mundo en ese siglo ya de automóviles y teléfonos, fonógrafos y ferrocarriles. Otros suscriben la anécdota de que ese mismo siglo concluye durante la conversación que sostienen en Moscú el presidente Carlos Salinas de Gortari y Mijail Gorbachov, los líderes de las dos principales revoluciones con mayúsculas del siglo, ambas con sus particulares etimologías de Glasnost y Perestroika, ambas en el camino de democratizarse y modernizar sus economías, ambas calvas y sin embargo peinando ideas para el siglo XXI que amanecía en las calles donde se derrumbaban viejos muros.

Hay por lo menos una novela –hasta hoy inédita—que intenta narrar el clima, los ánimos y desánimos que rodearon aquella comida de Obregón y el magnicidio de Luis Donaldo Colosio como extraídos de una farmacopea homeopática. El principio fundamental de la medicina homeopática – Similia Similibus Curantor—establece que lo semejante ha de curarse con lo semejante, donde al cuerpo enfermo se le administra en dosis infinitesimales una probada del mismo mal que lo aqueja con la certeza mineral o vegetal de que ese cuerpo sanará precisamente como reacción ante una versión ponderada del mismo mal que lo aqueja.

La orquesta de Alfonso Esparza Oteo tocaba con intensidad de tambora sonorense los acordes de la canción “Limoncito” en el momento en el que León Toral se acercó al cuello de Obregón para vaciarle la pistola y así pasen los siglos aún no se revela la existencia verificada de que el regordete cuerpo del general acribillado presentaba orificios de balas de diversos calibres en su autopsia. Contaba mi abuelo que la música parecía servir de coreografía y al mismo tiempo sordina para todos los comensales que confundieron los balazos con tamborazos de orquesta, como si vivieran en carne propia un párrafo de Los relámpagos de agosto, la novela de Jorge Ibargüengoitia que cierra ese género que llamamos la novela de la Revolución Mexicana en los cursos de literatura. En la novela, los generales de la revolufia ya metidos a políticos con leontina al chaleco se agolpan en los entierros de sus antiguos camaradas para robarles el reloj mientras reposan en sus ataúdes.

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El 23 de marzo de 1994, Luis Donaldo Colosio pronuncia el último discurso de su accidentada campaña en un embudo de piso de tierra, a pocos kilómetros de la frontera con Estados Unidos, en una colonia popular llamada Lomas Taurinas y el párrafo parece de novela policiaca: para finales del siglo XX, ya con los primeros teléfonos móviles que parecían walkie-talkies de la Segunda Guerra Mundial, con video cámaras por todos lados (aun a falta de fotografías en teléfonos que ahora llaman inteligentes), el mar de conjeturas, teorías de la conspiración, indígenas que hablan sus idiomas ajenos al español alzados en armas en Chiapas, encapuchados, descarados, encorbatados, engominados y el candidato del que todos dudaban que hablaba en público y privado con palabras que sonaban como discursos de Martin Luther King y a alguien que se le ocurre subirle el volumen a la música y todos vemos en el video –tras el telón ensordecedor de la canción “La molienda” que todos mientan como “La culebra”— en el que se le acerca al cuello el revolver que empuña Mario Aburto, hasta hoy oficialmente asesino solitario como un León Toral.

El siglo XXI de México amaneció ya con una suma imperdonable de miles de muertos y una neblina engorrosa que rodea la llamada guerra contra el narcotráfico, un inexplicable optimismo en los indicadores que hablan de la sanidad económica de las finanzas públicas y el cíclico ánimo esperanzador con el que sobrellevamos la crónica de los días. En las ucronías que gustaba imaginar José Emilio Pacheco recuerdo alguna donde los balazos con los que acribillaron a Obregón en 1928 evitaron la posibilidad de que fuera él mismo quien inaugurase los Juegos Olímpicos de 1968, pues todo apuntaba a que por lo menos se perpetuara medio siglo en el poder y en las ucronías con las que se conversan hoy mismo las sobremesas en hogares preocupados o restaurantes y cantinas de la alta política mexicana habría que desear que llevemos en la saliva un antídoto homeopático: para intentar sanar el cuerpo enfermo de un país con tantos muertos, para curar las heridas que deben volverse cuanto antes cicatrices, para abatir la amnesia y tantas confusiones se requieren dosis infinitesimales de verdad, glóbulos constantes de ideas en conversación y discusión, bálsamos de árnica analítica. Contra todo abuso de la inconsciencia, abusar de la razón y ante la generalización de las pérdidas y desorientación, generalizar el compás de algún rumbo preciso.

La muerte de todo mexicano nos disminuye y a veinte años del asesinato de Luis Donaldo Colosio le debemos a nuestros hijos –a quienes heredamos todos los crucigramas de siglos pasados en este siglo que ya es de ellos—la memoria y las palabras de un político de rizadas ideas que hablaba en voz alta a favor de quienes profesan la cultura del esfuerzo por encima de la anquilosada y dañina cultura de los privilegios y que veía a un país con hambre y sed de justicia. Por encima de los tamborazos, más allá de los himnos, se siguen escuchando esas palabras.

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