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Tribuna
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Adolfo Suárez, en España y más allá

Los Pactos de La Moncloa fueron más que un simple arreglo entre elites de partidos: legitimaron e institucionalizaron la discusión sobre la desigualdad

Con tantos obituarios ya escritos, este es un obituario tardío y contra-fáctico. ¿Cómo habrían sido las transiciones en América Latina y en Europa Oriental sin Adolfo Suárez? O mejor dicho, ¿habrían ocurrido en absoluto, sin aquel rasgo del liderazgo de Suárez que ambas regiones importaron y recrearon—subjetivamente, por supuesto—en la narrativa constructiva de sus respectivos órdenes democráticos?

Las crónicas de la democratización española se convirtieron así en una suerte de “manual para sociedades en transición” de los ochenta y los noventa. Suárez fue el protagonista central, el caso de estudio de ese manual, en buena medida por hacer lo inesperado, por encarnar un liderazgo que lo constituyó en estadista, aquello que todo político sueña ser pero sólo un puñado muy pequeño de ellos lo consigue.

Hay que comenzar por las reformas políticas que Suárez impulsó por decreto, en tiempo récord y de manera unilateral—inicialmente, la izquierda ni siquiera aceptaba conversar con él. La amnistía a los presos políticos, la legalización de los sindicatos independientes, la ley y el calendario electoral, se cuentan entre ellas. Esto sin contar la sutil maniobra para legalizar al Partido Comunista, induciéndolo a aceptar la monarquía, al mismo tiempo que lo presentaba como hecho consumado a la, hasta entonces renuente, jerarquía militar.

Por si solas, estas reformas ilustran dos principios importantes, si se quiere teóricos, que orientaron a muchos demócratas post-Suárez. Uno es la importancia de los primeros pasos. Si van en la dirección correcta, contribuyen a generar un clima de confianza y eliminar el recelo y la aversión por definición imperante. La necesaria institucionalización de la incertidumbre, como dicen los textos, se basa en generar confianza para transformar al enemigo en oponente. La relación forjada entre Suárez y Carrillo, y luego con Felipe González, le dio sustancia empírica a ese principio. Las transiciones posteriores contaron con esa invalorable hoja de ruta.

La segunda noción es que su pedigrí movimientista le dio a Suárez la autoridad necesaria para poder imponer cambios que, de otro modo, habrían sido inaceptables para las instituciones del franquismo, y eso incluye la propia disolución del Movimiento. Así, Suárez dividió la identidad franquista entre recalcitrantes y reformadores, duros y blandos. Esto se incorporó a este “manual para la transición” casi en forma de ley: la transición no ocurre si la elite autoritaria no está dividida entre los que buscan la perpetuación y los que aceptan el cambio, y la democracia no tiene futuro hasta que estos últimos se convierten en socios leales del nuevo orden.

Las transiciones posteriores a la de España replicaron estas nociones casi a la perfección. Los partidos democráticos brasileños encontraron en Tancredo Neves primero, y en Sarney después, los interlocutores decididos a cumplir el calendario de la Abertura, logrando las elecciones directas en 1989. La decisión de los partidos de centro-izquierda chilenos de ser parte del plebiscito de octubre de 1988, una participación dudosa hasta poco antes, sirvió para dividir a la derecha civil entre Pinochetistas acérrimos y una derecha pragmática y democrática, que luego sería socia en importantes reformas. Y en Hungría y Polonia la democracia se “consolidó”, como dicen los expertos, precisamente cuando en 1994 los comunistas reformistas, ahora social-demócratas, volvieron al poder en elecciones libres.

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De regreso a España, vino la primera elección en Junio de 1977, moderada, centrípeta y civil—de libro, se podría decir. Luego comenzaron los Pactos de La Moncloa ese otoño y se iniciaron las negociaciones del nuevo texto constitucional, ratificado en el referéndum de diciembre de 1978. Suele olvidarse hoy que la transición española no ocurrió en un contexto económico particularmente propicio: en recesión, con inflación y con un desempleo que había alcanzado el 22 por ciento. En las negociaciones de La Moncloa se abordaron estos problemas, incluyendo a las elites políticas junto con los líderes empresariales y sindicales, y proponiendo reformas a la seguridad social, al sistema tributario regresivo y el antiguo corporativismo por medio de la creación de nuevas relaciones laborales.

Por eso aquellos pactos fueron más allá de un simple arreglo entre elites de partidos, como el Punto Fijo venezolano, el Frente Nacional colombiano, o el Pacto por México recientemente impulsado por Peña Nieto. Creando un marco para negociar políticas de ingresos, aquellos pactos legitimaron e institucionalizaron la discusión sobre la desigualdad. La manera de hacer política económica franquista debía cambiar, y ese era el nuevo contexto democrático. Hasta el lenguaje—ambiguo, oximorónico—refleja esa ilustre ingeniería institucional: la noción de “ruptura pactada” viajó por el mundo de las transiciones como modelo, más allá de que muy pocos hayan copiado a Suárez hasta la última letra de su diseño.

En una América Latina que hoy cuenta con sociedades divididas y sistemas políticos cada vez menos democráticos, conjuntamente con persistentes nichos de desigualdad, no sería mala idea reproducir pactos análogos. Pero no recrearlos en la España de hoy, en crisis, con la pobreza en expansión y la desigualdad en rápido crecimiento, es motivo de perplejidad. Sólo se trataría de volver sobre los pasos de su propia historia. Y aquí hay otro contra-factico en cuestión: la hipótesis que si la institucionalidad creada por los Pactos de La Moncloa se hubiera mantenido y profundizado en el tiempo, el Estado de Bienestar español se parecería más a sus pares del norte de Europa y la desigualdad sería entonces menor.

La conclusión es que tal vez este obituario se haya transformado en un obituario sobre la propia institución del pacto como mecanismo efectivo para procesar conflictos en democracia y abordar disputas distributivas. Lo irónico es que para volver a esa idea habría que desafiar algunos dogmas e imitar a un político de la derecha, un ex franquista, Adolfo Suárez.

Héctor Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC. Sígalo en Twitter @hectorschamis

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