_
_
_
_
_

Nueve historias sin culpable

La reforma de la ley de Justicia Universal deja en el aire el caso de los españoles asesinados

Tres cooperantes de Médicos del Mundo.
Tres cooperantes de Médicos del Mundo.Archivo familiar

Flors Sirera ya había sido asesinada cuando su carta llegó a casa. Escribía a su familia, en Barcelona, que había participado en un programa de radio y que, quizás, se había expuesto demasiado contando las atrocidades que había presenciado. Unos días después la silenciaron a tiros. Sucedió en Ruanda en 1997; habían pasado tres años del genocidio oficial que se cobró alrededor de 800.000 vidas, pero las masacres siguieron después para llevar esta cifra a varios millones.

El caso de Sirera, cooperante de Médicos del Mundo, está pendiente de que el juez Fernando Andreu decida si continúa con la investigación que le llevó a tramitar 40 órdenes de arresto contra los principales responsables del genocidio en 2008. Lo mismo sucede con los de los otros ocho españoles que murieron en el conflicto y los de una decena de ruandeses que vieron en la Audiencia Nacional la única posibilidad de que los culpables pagaran. La interpretación que el magistrado haga de la ley que aprobó el PP para revocar la Justicia Universal (que impide a magistrados españoles investigar crímenes contra la humanidad fuera de las fronteras nacionales) determinará si las órdenes se mantienen, se elevan a la Sala de lo Penal, continúan por otros cauces (como el Constitucional) o se archivan.

El misionero Joaquín Vallmajó.
El misionero Joaquín Vallmajó.Archivo familiar

La complejidad para juzgar estos crímenes obligó a que se abrieran varias vías judiciales. La primera de ellas es el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), creado en noviembre de 1994 por el Consejo de Seguridad de la ONU. Hasta el momento, ha condenado a 61 personas, dos acusados fallecieron antes de que se celebrara el juicio y 14 fueron absueltos. Una docena de casos se encuentran en fase de apelación y aún quedan nueve imputados por detener. Estas cifras se quedan lejos de los más de dos millones de casos que fueron procesados por los tribunales comunitarios de gacaca, creados en Ruanda en 2002 para relajar la carga de procesos en el sistema de justicia convencional y reducir el número de presos hacinados en las cárceles. En 2010 un informe de la organización Human Rights Watch avisó de varias irregularidades, como corrupción o acusaciones falsas, que se estaban cometiendo en los tribunales de gacaca. Dos años después, estos tribunales desaparecieron.

André Guichaoua, profesor de la Sorbona, que ha asistido a varios procesos del Tribunal Penal Internacional para Ruanda, cree que no se ha hecho suficiente: “Ningún juez ha querido o podido perseguir a los autores de los crímenes cometidos por el bando vencedor. Debilitando así el mensaje de independencia, equidad y lucha contra la impunidad que tenía la justicia internacional”.

En España, la maquinaria judicial comenzó a moverse casi por casualidad. El abogado catalán Jordi Palou no tenía “ni idea” de quiénes eran “los hutus ni los tutsis”, pero conocía a las familias de dos de los españoles fallecidos. En el año 2000 comenzó a investigar, a encontrarse con víctimas y, tras cinco años, presentó el caso ante la Audiencia Nacional para encontrar a los culpables de los tres cooperantes y seis misioneros, testigos demasiado incómodos como para dejarles vivos.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete
Cuatro maristas.
Cuatro maristas.EFE

Era el caso del misionero Joaquim Vallmajó, que había presenciado la masacre a 2.500 personas en un estadio de fútbol antes de desaparecer, el 26 de abril de 1994. Fue asesinado junto a cientos de personas, según apuntan todos los indicios. Se quedó en el país enfrentándose a una muerte más que probable cuando rechazó la invitación de los cascos azules para abandonarlo. “Llevaba casi 25 años en el Ruanda y nunca pensó en marcharse”, cuenta Josep María Bonet, que por aquella época colaboraba con Amnistía Internacional recibiendo y tramitando los faxes que el religioso mandaba dando testimonio de las masacres que allí se estaban cometiendo.

Ahora él, como los familiares de los fallecidos, están a la espera de la decisión de la Audiencia. Pep Sirera, hermano de Flors, es escéptico con lo que pueda pasar. Hay órdenes de arresto internacional contra los líderes del actual gobierno, empezando por su presidente, Paul Kagame, y todavía ninguno ha sido extraditado a España. “Existen muchos intereses”, lamenta.

El juez Andreu pidió a la acusación un escrito en el que explicase las motivaciones para seguir adelante con el proceso a pesar de la ley que tumba la Justicia Universal, si se puede aplicar de forma retroactiva o si existen alegaciones por una posible cuestión de inconstitucionalidad. Jordi Palou presentó un escrito de más de 30 páginas explicando que la causa debe proseguir: “Lo contrario sería una vulneración de los derechos fundamentales y aplicar de forma retroactiva normas que restringen derechos que se ejercitan desde hace nueve años, además del incumplimiento de tratados internacionales suscritos por España. En un principio podía parecer que el archivo era automático, pero nosotros entendemos que no. Discutible es si se puede aplicar de ahora en adelante, pero bajo ningún concepto se puede hacer con asuntos en marcha”.

Lecciones que no alivian un colosal fracaso

Francisco Rey Marcos y Jesús A. Núñez Villaverde, codirectores del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)

Primero fue la pasividad y luego la vergüenza y el propósito de enmienda. Como resultado de la inacción, hace hoy veinte años, la comunidad internacional asistió impávida al arranque de la matanza de 800.000 ruandeses (mayoritariamente tutsis, pero también hutus moderados) y a la huida de más de dos millones de refugiados y desplazados. Ni siquiera se pudo alegar ignorancia porque a los despachos de la ONU llegaron alarmantes informes (como el tristemente famoso Genocide Faxdel general Romeo Dallaire), avisando de lo que se avecinaba en un país en el que volvía a prender con fuerza imparable el extremismo hutu frente a la minoría tutsi, empeñada por su parte en recuperar un poder que consideraban suyo prácticamente desde los orígenes del país.

La magnitud de la tragedia llevó con posterioridad a mandatarios como Bill Clinton o Kofi Annan, entonces responsable del Departamento de Operaciones de Paz de la ONU, a rasgarse las vestiduras al entender que la imparcialidad y los escasos recursos que impusieron a la UNAMIR no siempre es el camino correcto. También es cierto, en todo caso, que de aquello salió un intento de extraer lecciones aprendidas y de mejorar la capacidad de respuesta ante situaciones similares.

Así, desde 2005, contamos con el principio de Responsabilidad de Proteger, que supone un paso más en la destrucción del tabú de la no injerencia en asuntos internos, al entender que si un Estado no garantiza adecuadamente la seguridad de sus ciudadanos es la comunidad internacional la que debe asumir la tarea incluso con el empleo de la fuerza. En el terreno de la acción humanitaria también se han dado pasos relevantes con la aprobación del Código de Conducta para el socorro en casos de desastre de la Cruz Roja y las ONG, y otras iniciativas que tratan de mejorar la calidad del trabajo humanitario y evitar su instrumentalización.

En el plano jurídico, no solo se puso en marcha un Tribunal Penal Internacional para Ruanda, sino que se utilizaron sistemas de justicia tradicional —los tribunales gacaca— para juzgar a miles de victimarios y avanzar en la reparación de las víctimas. Incluso en algunos países, como el nuestro (cuando la justicia universal aún era un referente abiertamente asumido) se abrieron causas relacionadas con esta tragedia, se adoptaron nuevos enfoques para las operaciones internacionales de paz y hasta la Unión Africana comenzó a tomar protagonismo en este terreno. A pesar de esos limitados avances a posteriori nada puede aliviar la sensación de fracaso ante una tragedia de tal magnitud. Ruanda no ha logrado recuperarse aún hoy y su relativo crecimiento económico no compensa el considerable déficit en términos de desarrollo humano, de respeto de los derechos humanos y de gobernanza democrática.

Y por su parte, la ONU —como bien nos muestran los casos de Darfur, Sudán del Sur, Malí, Siria, RDC o República Centroafricana— sigue siendo un actor secundario en el escenario internacional, sin capacidad para cumplir la tarea para la que fue creada: “Evitar el flagelo de la guerra a las generaciones futuras”.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_