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Columna
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El corazón de Brasil

El Gobierno y las demás instituciones existen solo en función de la sociedad, para ayudarla a desarrollarse en libertad y con justicia

Juan Arias

¿Quién es el corazón de Brasil? ¿El Gobierno? ¿Las fuerzas del orden? ¿La Bolsa o el capital? ¿El ejército de los violentos que nos atemorizan? No, el motor que mueve al país es la sociedad, lo somos todos, sin distinción. Y lo somos si ese corazón palpita al unísino.

Los Gobiernos pasan, pero la sociedad permanece y la sociedad somos todos, incluidos los políticos, aunque a veces ellos se olviden y crean vivir en otra galaxia, latiendo con un corazón privilegiado distinto al de la gente.

El Gobierno y las demás instituciones existen solo en función del corazón de la sociedad, para ayudarla a desarrollarse en libertad y con justicia. La sociedad existiría sin Gobierno, mientras que los políticos serían cañas burladas por el viento sin la sociedad y su apoyo.

Ha hecho bien el diario O Globo en crear una nueva sección bajo el epígrafe de Sociedad. Es a ella a la que deben dirigirse todos los apremios, el interés y el cariño de la información, porque en la sociedad y no en las intrigas del palacio se encuentran todos los dolores y alegrías del corazón del mundo.

Sociedad son todos los que luchan para abrir mayores espacios de libertad y democracia, los que se esfuerzan para ampliar los derechos humanos. Son todos los que habitan el país, sean nobles o plebeyos, sabios o analfabetos, artistas y creadores, famosos o anónimos.

Sociedad no son solo los que brillan en las pantallas de televisión. No lo son solo los fuertes sino también los débiles, los aplastados y sin voz. Lo son los millones de mujeres y varones, de madres y padres de familia que en el silencio, con honradez, sin dejarse vender por un plato de lentejas, van construyendo con sacrificio e ilusión un presente y un futuro mejor para sus hijos.

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Lo son los segregados en las favelas y los blindados en el asfalto. Son la sociedad los millones de funcionarios públicos sin brillo, incapaces de corromperse, que llevan a cabo con ahínco un trabajo indispensable para que la máquina de la sociedad funcione.

Son sociedad no solo los sanos sino también los enfermos, sobre todo los abandonados en hospitales, a veces carentes de todo. Lo son no solo los atletas sino todos los minusválidos, los despojados de dignidad, los moradores de la calle.

Sociedad son no solo los empresarios, indispensables para crear riqueza para todos, sino también todos los trabajadores a sueldo que se sacrifican el mes entero, a veces en tareas duras, desagradables y hasta peligrosas, para poder llevar el pan a sus hijos.

Toda esa gente, la que disfruta y la que llora en público o en privado; los que acuden a las fiestas y los enfermos de soledad, los que tienen suerte y los que nunca la tuvieron... todos son la sociedad.

Pertenecen a lo más íntimo de corazón de Brasil todos los olvidados y burlados por el poder, todas las mujeres que desean abortar en conciencia y que por ser pobres tienen que hacerlo en túneles de la ilegalidad arriesgando sus vidas. Los niños de escuelas precarias a quienes les espera un negro futuro.

Lo son también, tristemente, los saqueadores, los falsos, los especuladores, los sin escrúpulos, los que desprecian la vida de los otros, víctimas unas veces de su propia maldad y otras de una sociedad que acabó marginándolos sin abrirles caminos alternativos a su loca violencia. A ellos no les podemos, sin embargo, linchar a nuestro antojo. No son cucarachas, siguen siendo seres humanos con derecho.

Por esa sociedad, que es el corazón palpitante de Brasil, debemos interesarnos todos ya que nos salvamos o nos destruimos juntos.

En el bien y en el mal, la sociedad, compuesta por ese gran caleidoscopio humano, es todo lo que somos y tenemos. Todos somos responsables de sus luces y sus sombras.

Creerse por encima de esa sociedad, fuera de ella, o contra ella, es una vana ilusión. Somos muchos y diferentes y somos uno porque nos mantiene vivos un mismo corazón. Si falla el corazón de la sociedad infartamos todos.

¿Entienden eso los políticos que tantas veces se consideran ellos el corazón del mundo en lugar de estar al servicio de esa sociedad, para que su corazón pueda funcionar con más oxígeno, más justicia y mayores espacios de felicidad?

Cuando se den cuenta de que acabarían asfixiándose si se creyesen capaces de respirar sin sentirse parte del corazón del país, quizás se decidan a preguntar a la gente, escuhándola de cerca, cómo quiere vivir para sentirse menos infeliz, y dejarán de ofrecerles el plato ya cocinado según su propio gusto e interés.

Al final, la sociedad -en la que deben caber todos, cada uno con su propia identidad, su cordura o su locura- es la que hará que el país siga adelante ganando batallas, en vez de servir de peón para las guerras que ellos inventan y nadie les ha pedido.

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