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CARTAS DE CUÉVANO
Columna
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He venido al sepelio del rey

Hay luego días en que me convenzo en que su mejor libro lo conforman todos sus cuentos hilados como un ramo de flores

Estos párrafos son para los nietos del hijo del telegrafista de Aracataca que cambió para siempre la imaginación del mundo, no con un conjunto de libros y miles de páginas en periódicos sino con el prodigioso invento de una literatura entera, y son también para los cientos de lectores anónimos que hicieron fila bajo la lluvia con libros en ristre y la inmensa mayoría que ya no pudo entrar a un palacio con sus ramos de flores amarillas para el entierro de un rey de letras.

Escribió Eliseo Diego que la eternidad por fin comienza un lunes y hoy lunes el Palacio de Bellas Artes recibió con el aplauso interminable el primer instante de los primeros cien años de una soledad que hemos de compartir con millones de lectores del pasado –desde la primera vez que fue leído con asombro—y las incontables generaciones futuras que han de leerlo con el afecto intacto que provocan sus historias, sus personajes, sus paisajes y tanta magia que de veras parece realidad.

Gabriel García Márquez llegó a México el día en que murió Ernest Hemingway y se fue de este mundo para amanecer en la eternidad con la misma fecha con la que se volvió inmortal Sor Juana Inés de la Cruz. Se fue en Jueves Santo, como Úrsula Iguarán que murió en Macondo a los 120 años de edad en medio de un calor sofocante como el que abraza hoy lunes a la Ciudad de México, luego de sobrevivir otro temblor de espanto, lluvia de granizo que cerró durante toda una noche el camino a Toluca y que tuvo que ser derretido con rastrillos y palas como nevada irreal de primavera. Se fue al amanecer la madrugada en que la Luna se sonrojaba con la sombra del planeta que la contempla siempre inalcanzable y lo despidieron hoy lunes en el palacio de mármoles con emotivos discursos afortunadamente breves y emotivos, vallenatos improvisados y un silencio generalizado que no dejaba de convertirse en conversación constante donde todo el mundo, en todos los idiomas, hablaban de sus encuentros con él y con sus libros.

Hay días en que me convenzo que el mejor libro de García Márquez es la hermosa edición que hiciera el editor Diego García Elío del relato “El rastro de tu sangre en la nieve”, empastado en papel de escarcha con diminuta tipografía en rojo para que el título parezca el anuncio de una mínima hemorragia, con el tino de imprimir en rojo sangre los números de las páginas desde el párrafo en que Nena Daconte se pincha la yema de un dedo con la espina de una rosa y Billy Sánchez de Ávila vive la desesperación de las horas en que tarda en llevarla a un hospital por una carretera eterna y luego los días interminables y la semana más larga de todo calendario en que espera afuera del hospital hasta enterarse que ella ha muerto, recién casados, apenas iniciado el viaje de lo que imaginaban que sería su luna de miel, sin poderla vivir, quizá porque la Luna también sangró por ese amor hasta eclipsarse en una página de madrugada.

Hay luego días en que me convenzo en que su mejor libro lo conforman todos sus cuentos hilados como un ramo de flores y más de un jueves en que juraría que su mejor libro son todos sus reportajes, crónicas, artículos y notas en periódicos como ejemplo clarividente de ese oficio que abrevaba de su curiosidad insaciable, gambusino minuciosos datos y noticia pura sin negar su sazón de literatura. Luego, hay días en que veo y vuelvo a ver sus entrevistas y recuerdo matemáticamente conversaciones en que me parece que su mejor libro lo escribió en el aire al hablar y al transpirar en cada sonrisa su biografía increíble y ese necio afán de escribir para ser querido por sus amigos, sin quizá prefigurar que provocaba afectos instantáneos y amistades inmediatas en cualesquiera de sus lectores con sólo leerlo.

Hoy lunes anunciaron que luego de siete meses de sequía sofocante, llovió sin parar en Aracataca mientras sus habitantes leían en coro sus párrafos y resguardaban del llanto de la llovizna las velas con las que iluminaban la casa donde nació y los noticieros intercalaban la nota de una pareja de enamorados que, luego de vivir juntos setenta años con cada uno de sus días, murieron con quince minutos de diferencia, como si siguieran tomados de la mano, entrelazados desde el primer instante en que se miraron ya para la eternidad que les comienza en lunes.

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Por eso hay mayoría de días en que intento convencer a quienes no lo han leído aún que su mejor libro se llama El amor en los tiempos del cólera, no sólo porque el amor de Fermina Daza y Florentino Ariza cuaja hasta su tercera edad de eterna juventud el transcurso de un momento que dura más de cinco décadas, siete meses y once días, sino por el milagro de las 131 cartas donde las palabras en tinta de Florentino dan fe de quien siente amor de veras –más que simplemente sentirse enamorado—envueltos ambos en un sortilegio que rompe el tedio y la necedad con la que había imaginado una supuesta felicidad de estabilidad social el Dr. Juvenal Urbino, esposo de Fermina, descalabrado en el olvido que le provoca caerse de unas escaleras sin ya poder impedir que su viuda ha de navegar la felicidad ya inmarcesible en un camarote nupcial de un barco que flota sobre el río Magdalena, ya lejos de Cartagena, ya para siempre.

Otra razón para abonar el triunfo literario de El amor en los tiempos del cólera estriba en el hecho de que fue escrito por García Márquez después de haber ganado merecidamente el Premio Nobel de Literatura, con el humilde ejemplo de ya jamás aceptar ningún otro premio aunque merecía todos los posibles y quizá también porque el propio autor aseguraba que esa novela es la que realmente iba a quedar en el corazón de sus lectores, ya para siempre.

Pero hay más de un lunes en que la sola presencia de Cien años de soledad en el estante más cercano convence a cualquiera de los millones de lectores, en todos los idiomas e ediciones posibles, incluso para quienes aún no han empezado a vivir y gozar ese, este y los siglos por venir de que se trata del libro total de una literatura circular y envolvente donde se contienen todos los demás libros, entretejidas todas las grandes obras de otros autores, encima de épocas, más allá de la política, englobadas las cíclicas noticias del mundo, tanta música, tantos sabores y todos los paisajes traducidos de manera que Macondo se volvió memoria de tantos países y biografías.

El primer José Arcadio Buendía, patriarca de la primera generación, fundador de Macondo y el hombre que llevó al niño que sería coronel Aureliano Buendía a conocer el hielo, convence a todo el pueblo de que ha perdido la razón, obnubilado por las obsesiones de la alquimia en busca del Todo Absoluto y mareado con todos los inventos, lupas gigantescas e imanes que arrancan los clavos de las casas que le vendiera el errante gitano Melquíades, gigante que había librado todas las plagas del mundo, el sobreviviente del escorbuto de Malasia, la peste bubónica de Madagascar, la pelagra de Persia, la lepra de Alejandría, un terremoto en Sicilia y quién sabe qué tantos males en Japón. Perdido en la ensoñación similar a la que engrandeció la loca imaginación de un tal Alonso Quijano en un lugar de la Mancha, al primer José Arcadio deciden amarrarlo a un árbol cuarenta pares de brazos que eligen un castaño del patio de su casa como mástil para la navegación sin puerto de su demencia desquiciada.

Pasado un tiempo, se acerca a la casa un hombre pequeño, de baja estatura pero macizo de carnes, como quien caminaba hoy mismo sobre el atrio de mármol impoluto del Palacio de Bellas Artes. Lo ve venir andando Úrsula Iguarán, esposa incondicional de José Arcadio con el que compartía cada instante de la memoria del primer José Arcadio – así como Mercedes Barcha ha acompañado toda la hermosa vida de García Márquez y así como Rodrigo heredó su incandescente mirada cinematográfica y así como Gonzalo heredó la imaginación que hacía florecer en cada letra del alfabeto. El hombrecito, como uno mismo que intentó hacer guardia de silencio con una rosa amarilla en la mano en pleno centro del palacio de mármoles, parece el fantasma de Melquíades, pero en realidad se llamaba Cataure, que había huido de Macondo por la peste del insomnio –así como miles de lectores que dejamos de dormir por leer cualesquiera de los libros de la literatura de García Márquez—y al preguntarle por qué había vuelto –así como preguntaban hoy lunes en la entrada y en cada valla del Palacio de Bellas Artes, y así también como interrogaban los policías y los periodistas el pasado jueves en la calle ya cerrada a fuego donde hubo un ayer en que García Márquez amaneció al Nobel y donde amanecía cada día en eternidad—Cataure simplemente respondió, así como hacemos todos hoy lunes: “He venido al sepelio del rey”.

“Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.

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