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Las guerras de Dilma Rousseff

La presidenta de Brasil pierde popularidad y fuerza a medida que crecen los escándalos de corrupción, la protesta social y las peleas dentro de su partido

Juan Arias
La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, este miércoles en São Paulo.
La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, este miércoles en São Paulo.S. M. (efe)

El Gobierno de la presidenta Dilma Rousseff ha entrado en los cinco meses previos a las elecciones presidenciales —en las que volverá a ser la candidata del Partido de los Trabajadores (PT)— en un infierno con varias guerras que le han estallado al mismo tiempo. La más llamativa, la más parecida a una batalla de verdad, con armas, muertos, heridos y cientos de autobuses públicos incendiados, es la que están registrando paradójicamente las llamadas “favelas pacificadas” que empiezan a reconquistar los narcotraficantes de manos de la policía. La más violenta, la que promueven los presos más peligrosos de las cárceles de máxima seguridad.

Pero si esta guerra es la más visible, no es quizás la más grave y determinante para Rousseff. La violencia de los narcos en territorios que el Estado por mucho tiempo dejó en sus manos, como la que golpea desde las cárceles, se remonta a hace décadas y ha sido un dolor de cabeza para varios gobiernos. En cambio, sí hay otros conflictos más soterrados y difíciles de gestionar que han hecho que una presidenta que tuvo más de un 80% de popularidad, resbale hasta un 37%, según el último sondeo de Ibope.

Una de estas guerras es, por ejemplo, la que libra contra una economía que patina y una inflación que en mayo habrá superado por primera vez el límite programado por el Gobierno de un 6,5%, algo simbólico que sabe a derrota psicológica.

La inflación ha comenzado a hacer mella en la nueva clase media

También es grave la guerra en curso de Petrobrás, una empresa modelo de Brasil, considerada ejemplo de gestión y duodécima empresa más importante del mundo y que hoy, tras haber perdido un 50% de su valor en Bolsa, se encuentra en el puesto 120 y zarandeada por una serie de presuntos escándalos de corrupción, con uno de sus máximos directivos en la cárcel y otro destituido, ambos del partido de Dilma Rousseff.

Podría parecer una paradoja, pero la guerra de Petrobrás la desencadenó la propia Rousseff semanas atrás con una confesión que ha sido bautizada de “sincericidio”. La presidenta afirmó que nunca habría aprobado la compra por parte de Petrobrás de una refinería en Pasadena (EE UU), que acabó con una pérdida para la petrolera de 500 millones dólares, de haber conocido todas las condiciones del contrato de compraventa. Rousseff dio luz verde a la operación en 2006, cuando era jefa de Gabinete del ex presidente Lula da Silva y presidenta del Consejo de Administración de Petrobrás.

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Rousseff confesó a los brasileños que aquella compra fue un “mal negocio”. El expresidente de Petrobrás, Sérgio Gabrielli, nombrado durante el mandato de Lula, ha afirmado lo contrario: que fue un “buen negocio”, aunque no lo sigue siendo, y que la presidenta “no puede huir de su responsabilidad”.

La actual presidenta de Petrobrás, Graça Foster, nombrada por Rousseff cuando ya era presidenta, ha confirmado que fue un mal negocio, aunque añadió que podría no haberlo sido en aquel momento. ¿Quién tiene razón en esta guerra?

La oposición ha conseguido las firmas para crear una comisión de investigación en el Congreso sobre posible corrupción en la gestión de la compraventa. Lula ha pedido a Rousseff que haga lo imposible para que dicha comisión no sea creada, justificando su petición en que es solo una excusa de la guerra que libran diferentes bandos del PT. El asunto ha llegado al Tribunal Supremo Federal.

No menos grave para Rousseff es la guerra subterránea que se ha instalado entre sus principales partidos aliados en el Congreso. Al olor de la debilidad del Gobierno algunos de los líderes han comenzado a dejar entrever que están preparados para abandonar el barco y subirse al del un nuevo posible ganador.

A todo esto se añade otra guerra abierta, la que podría llamarse la de la protesta, la del descontento de los ciudadanos, sobre todo por las deficiencias en educación, sanidad y orden público; y por la corrupción política. Esta guerra ciudadana vivió su momento álgido durante las manifestaciones callejeras de junio pasado y que amenazan con repetirse con motivo del Mundial de Fútbol. En previsión de nuevos altercados, el Gobierno está dispuesto a sacar al Ejército a la calle y crear durante el mes de la competición una “zona exclusiva” —en términos comerciales y de seguridad— para cumplir con las demandas de la FIFA.

El antropólogo más reconocido de Brasil, Roberto DaMatta, en una columna titulada ¿A dónde vamos?, hizo referencia a una apreciación de su amigo el catedrático Richard Moneygrand: “Ustedes los brasileños han pasado del ‘no se puede’ al ‘se puede todo”. Y se pregunta: “¿Quién va a sacar a Brasil de su lecho de gigante adormecido?”.

Es la pregunta que se hace hoy la mayoría de los ciudadanos (el 73%) que pide, por primera vez, un cambio de rumbo de la política. ¿Se habrá cansado Brasil de ser el país del futuro y quieren ser un país del presente? ¿Será Dilma Rousseff capaz de lidiar con esas guerras y de dar una respuesta a esos deseos de cambio de un gigante que, en verdad, ya se ha despertado? Esa es hoy la gran pregunta política. La presidenta está aún en ventaja frente a los candidatos rivales, y cuenta con apoyo del mayor recaudador de votos del país, su antecesor y confidente Lula, el único que hoy ganaría las elecciones en la primera vuelta contra todos. ¿Le bastará eso a Rousseff?

La respuesta, el 5 de octubre en las urnas. Antes, la Copa del Mundo de Fútbol y lo que durante esta pueda ocurrir, junto a una inflación que golpea duramente el bolsillo de los más necesitados, que son los votantes más numerosos del PT.

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