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Columna
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A cada uno lo suyo

Brasil no es un país en guerra, pero es difícil hacérselo entender a los extranjeros

Juan Arias

Primero fue la FIFA la que redactó una cartilla para los turistas que llegarán a Brasil para el Mundial de Futbol que rayaba en lo ridículo y que llegó a aconsejar castidad a los extranjeros al mismo tiempo que retrataba a los brasileños despectivamente, ya que hablar con ellos era como hacerlo “contra una pared”.

La FIFA se había sin embargo olvidado de hacer recomendaciones sensatas sobre los peligros reales que existen en algunas de las ciudades que acogerán los partidos, como que algunos violentos puedan aprovechar para asaltarles o robarles.

Ahora es la seria Alemania, a través de su Ministerio de Asuntos Exteriores, la que ha hecho público un informe sobre la grave peligrosidad en materia de seguridad pública en Brasil a los ciudadanos de aquel país que hayan decidido viajar para asistir a la Copa.

Y una vez más, Brasil ha sido objeto de excesiva severidad. Quien no conozca este país y lea el largo informe de la diplomacia alemana podrá pensar que el Mundial se va a celebrar en Irán o en Ucrania, por citar dos países en conflictos bélicos. No, Brasil no es un país en guerra, aunque es verdad que es uno de los lugares con alto índices de violencia, sea por parte de narcotraficantes, sea por una policía que aún mantiene resabios de la dureza y falta de sentido democrático de los tiempos de la dictadura militar.

Que hoy las cancillerías de los países más comprometidos con el Mundial recuerden que Brasil, como otros países de América Latina, sufre de una fuerte carga de violencia e inseguridad ciudadana en algunas de sus grandes urbes, es justo y hasta deseable, para que nadie llegue aquí desprevenido.

Lo que no es ni elegante ni justo con la verdad es pintar a este país -séptima potencia económica mundial, con altos índices de modernidad y con gran riqueza cultural- como si se tratara de una antigua república bananera donde sus habitantes son insaciables en sus apetitos sexuales, poco serios en todo, dispuestos a aprovecharse del que llegue para atraparlo entre sus garras.

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Si la FIFA podía haberse ahorrado el ridículo ofrecimiento a los turistas de guardar castidad durante el Mundial, Alemania podía haber prescindido, entre su larga lista de consejos (algunos muy justos) de pedir a los aficionados que no acompañen a una prostituta “a un hotel escogido por ella”.

Los brasileños tienen todo el derecho de exigir a sus gobernantes una política más eficaz contra una violencia que siega 50.000 vidas cada año con armas de fuego. Y son los políticos, en buena parte, los responsables de que desde fuera se vea a Brasil como un país en guerra, del tercer mundo, donde no te puedes fiar de nadie.

La diplomacia alemana quizás haya exagerado en crear un tanto de paranoia en los que vendrán al Mundial, pero ¿qué ha hecho la diplomacia de Brasil para dar a conocer fuera que, en realidad, los brasileños son gentes de paz, acogedoras, capaces de ser felices con menos que muchos otros privilegiados?

Brasil no es un país en guerra ni con vocación guerrera, pero es difícil hacerles entender eso a los extranjeros cuando la cancillería de este país hace mimos a países como Irán, Venezuela o Cuba o no protesta contra las amenazas a la paz mundial del presidente de Rusia, con sus planes de intervenir en Ucrania absteniéndose de condenar esos escarceos bélicos.

A cada uno lo suyo.

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