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Columna
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Nueva Rusia

Aunque el objetivo principal de Putin sea territorial, también es un proyecto político del presidente ruso

La crisis de Ucrania es la más grave para Europa desde la caída del Muro de Berlín. E incluso, antes de esta, desde que las fronteras interestatales fueran sacralizadas durante la Conferencia de Helsinki. Una sacralización confirmada en 1994, en lo que respecta a Ucrania, por tres signatarios: Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia. A cambio, Ucrania renunció a su arsenal nuclear, por entonces nada desdeñable. Por primera vez, y por decisión de Rusia, hoy la intangibilidad de las fronteras es cuestionada.

El medio utilizado por Putin es conocido: se apoya en el destino supuestamente amenazado de las fuertes minorías rusófonas, algunas de ellas “étnicamente” rusas. Y recuerda que ha sido autorizado por la Cámara Alta del Parlamento ruso a recurrir a la fuerza, pues, según ha explicado, “debemos hacer todo lo posible para que puedan decidir su propio destino”.

Una técnica empleada con éxito en 2008, con ocasión de la ofensiva contra Georgia, que se saldó con la práctica anexión de dos regiones rusófonas (Abjasia y Osetia del Sur). Seguramente, el hecho de que norteamericanos y europeos diesen rápidamente por perdidos esos territorios incitó a Vladímir Putin a seguir por ese camino. Pero ¿hasta dónde quiere llegar?

Su proyecto territorial tiene un nombre: “nueva Rusia”. Y, evidentemente, no se limita a la anexión de Crimea. De esta región, Vladímir Putin decía que había sido anexionada al imperio zarista a fines del siglo XVIII para ser, “Dios sabe por qué”, anexionada a Ucrania en 1954 (por Nikita Jrushchov, él mismo de origen ucranio). Del este y el sur de Ucrania (por tanto, hasta Odessa), donde algunas ciudades son presa de la agitación que conocemos, dice: “Esas regiones formaban parte del imperio. Fueron transferidas a Ucrania en 1920, Dios sabe por qué”. La misma fórmula que utilizó para la anexión de Crimea.

Habrá quien quiera tranquilizarse y piense: “Tal vez se contente con una federalización de Ucrania que le permita conservar el control sobre esas regiones”. Una federalización que vendría a ser, más o menos, la contrapartida esperada a cambio de la desescalada prometida sobre el terreno por el acuerdo firmado en Ginebra (por Rusia, la Unión Europea y Ucrania). Flaco consuelo para esas poblaciones del sur y el este que parecen desear mayoritariamente mantener unas buenas relaciones con Rusia pero desean seguir siendo ucranianas.

Aunque el objetivo de una “nueva Rusia” sea ante todo territorial (habría que añadir una parte de Moldavia), también es un proyecto político erigido alrededor de un hombre, y por un hombre, que amplía cada día más su influencia sobre la sociedad rusa. Cualquiera que critique hoy la anexión de Crimea —por otra parte muy popular en Rusia— es tachado por Putin de “traidor”.

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Según los medios de comunicación rusos, los ucranianos están en manos de unos líderes corruptos y populistas, por no decir fascistas. Por supuesto, según esos mismos medios, en Rusia no hay ni corrupción, ni populismo, ni tentaciones autoritarias... Los insurgentes de la plaza del Maidán, en Kiev, en un movimiento que se ha dado en llamar “Euromaidán”, combatieron por el triunfo de las aspiraciones democráticas que encarna la Unión Europea, que son precisamente las que Vladímir Putin no quiere en Rusia.

El modelo de este último parece proceder directamente del corazón del siglo XIX, de las obras del conde Serguei Uvarov, que abogaba por un Estado ruso basado en la “ortodoxia, la autocracia y el nacionalismo”. En nombre de esta continuidad —que a ojos de Putin engloba a Stalin— se ordena hoy en Rusia una enseñanza de la historia que no está permitido cuestionar.

De hecho, desde la desaparición de la URSS, vivimos pensando en un país en vías de conversión no solo a la economía de mercado, sino también a la democracia y al respeto del derecho internacional. Putin ha cogido a contrapié a europeos y norteamericanos, que se habían hecho a la idea de una colaboración a largo plazo, con la interdependencia económica como factor pacificador. La idea misma de una trayectoria así por parte de Rusia ha quedado obsoleta.

Una vez más, leer al propio Putin nos informa de lo que nos espera si no hacemos nada. Más allá de la palpable inquietud de los tres Estados bálticos, todos miembros de la Unión Europea, la retórica putiniana reposa en la falsa idea de una Rusia amenazada. De ahí su necesidad de reconstruir un glacis protector: es el papel estratégico que le reserva a Ucrania.

Al final de esta lógica, está la fragmentación de la Unión Europea, a través de la nueva atracción de ciertas colonias soviéticas del este europeo hacia una órbita rusa bautizada como “Unión euroasiática”.

Pero ¿hasta dónde puede llegar? El límite de las reacciones posibles es, como todos sabemos, que nadie irá a la guerra para defender la integridad territorial de Ucrania. Pero, por lo menos, no solo deberíamos poner en marcha un máximo de sanciones encaminadas a aislar a Putin, sino también arreglárnoslas para enseñar los dientes. De otro modo, nos arriesgamos a asistir impotentes a un cuestionamiento que, sin la menor duda, terminará comprometiendo la existencia misma de la Unión Europea.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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