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Dos maneras de creer en Europa

Eslovaquia y Luxemburgo, dos países que confían en Bruselas aunque con dos formas distintas de expresarlo: el primero apenas vota mientras el segundo es el que más participación registra

Una estatua junto a la bandera europea en la entrada del Parlamento Europeo en Bruselas
Una estatua junto a la bandera europea en la entrada del Parlamento Europeo en BruselasReuters

Los habitantes del este de Eslovaquia, cerca de la frontera con Ucrania, se muestran satisfechos con la pertenencia a la Unión Europea. Sin embargo, participan con menos entusiasmo en las elecciones al Parlamento Europeo que el resto de la Unión porque, como explican los autóctonos, confían en Europa, solo que Estrasburgo y Bruselas les quedan lejos y no pretenden que estas les quiten el sueño.

La participación europea media en las elecciones al Parlamento Europeo rondó el 45,5% en 2004 y el 43% en 2009. Los eslovacos eran los que menos votaron (el 16,9% y el 19,64%, respectivamente). Y esto gracias a una participación que superó el 20% en las grandes ciudades. En la provincia eslovaca, en algunas regiones, en el este del país entre otras, en las últimas elecciones participaron tan solo 13 de cada 100 personas con derecho a voto. Pero al mismo tiempo, los eslovacos depositan más confianza en las instituciones europeas que la media del continente. Según el estudio del Eurobarómetro de otoño de 2013, el 47% de los eslovacos confía en la Unión Europea, comparado con el 31% en toda la comunidad. El 56% de los eslovacos confía en el Parlamento Europeo, mientras que la media europea ronda el 39%.

Fui a Eslovaquia para averiguar cómo es posible semejante paradoja. Que así sea.

En el paso fronterizo para peatones y ciclistas con Ucrania, en Veľké Slemence, un pequeño pueblo de Eslovaquia con poco más de 600 habitantes situado en la región de Michalovce, en las primeras horas de la tarde no suele haber mucho tráfico. Justo detrás de las cabinas de los centinelas se encuentra una localidad ucrania aún más pequeña, Malí Selmency.

En el aparcamiento, junto a la frontera, me saluda sonriendo Juraj Jonas: "Me debe un euro por el estacionamiento".

Me entrega el recibo por el estacionamiento y yo le pregunto cómo se vive aquí, en los confines de la Unión Europea, a lo que él responde un poco sorprendido: "¿Y cómo cree que se vive? Bien. Se vive mejor que cuando la Unión Soviética estaba al otro lado de la frontera, porque ahora al menos podemos cruzarla. Si fuéramos apenas unos kilómetros al sur, estaríamos en Hungría".

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Lo mismo hace que nos imaginemos, aunque no lo explica del todo, por qué en el gran portón de madera del paso fronterizo entre Eslovaquia y Ucrania, precioso y cubierto con tejas, figura tallado en húngaro el siguiente lema: "Un Slemence se ha convertido en dos; que el Creador los una. Qué así sea". El portón ha sido partido en dos, una parte se encuentra en el lado eslovaco, la segunda en el ucranio.

Juraj Jonas explica: "Yo soy húngaro, al igual que casi todos los habitantes de este pueblo. Los húngaros también viven en el lado ucranio de la frontera".

Para entenderlo hace falta repasar la historia de esta región. En 1946, Veľké Slemence (en húngaro Szelmenc) y Mali Selmency eran un solo pueblo. Desde el siglo XIV, cuando se fundó la localidad, esta pertenecía al Reino de Hungría. Después del final de la Segunda Guerra Mundial y la caída de la monarquía austro-húngara, empezó a formar parte, junto con toda la Transcarpatia, de Checoslovaquia. Durante la Segunda Guerra Mundial nuevamente, pero por un breve período de tiempo, se encontraba en los confines del Estado húngaro.

En verano de 1946, en el centro del pueblo, cerca del cementerio, se trazó una frontera hermética entre Checoslovaquia y la Unión Soviética. Las familias de los pueblos Slemence fueron separadas por alambradas y soldados de los dos Ejércitos. En la época soviética, para poder visitar a los familiares que vivían a unas decenas de metros de distancia, pero al otro lado de la frontera, no solo hacía falta recorrer 70 kilómetros de más a través del paso fronterizo en Úzhgorod, donde se sometía el equipaje a un minucioso control, sino también completar un procedimiento tedioso y complicado para obtener el visado.

Bruselas no podrá hacer nada al respecto

Solo después de la disolución de la Unión Soviética y los cambios democráticos en Europa del Este se empezó a exigir en el dividido pueblo de Slemence la apertura del paso fronterizo. En 2003, se colocaron en ambos lados de la frontera las simbólicas mitades del gran portón de madera. Dos años más tarde, cuando Eslovaquia ya era miembro de la Unión Europea, se abrió aquí el paso fronterizo para peatones y ciclistas, lo que para muchos supuso la primera oportunidad en la vida para conocer la segunda parte de su pueblo natal.

"Desde entonces nos visitamos unos a otros. Y también viene aquí gente de otras localidades para comprar. Los de Eslovaquia compran en Ucrania el tabaco y el alcohol porque les salen más baratos. Y los de Ucrania compran la comida", explica Juraj. "La Unión Europea no nos molesta y nos alegramos de ello", añade.

Cuando se le pregunta si vota en las elecciones al Parlamento Europeo, tuerce la cara y mueve negativamente la cabeza, como un poco avergonzado: "Nunca he ido. Y no conozco a nadie que haya ido. ¿Que si voy a votar en mayo? Tal vez, ya veremos", dice torciendo aún más la cara, pero enseguida sonríe.

Marian Horvat regresó de la parte ucrania tras haber hecho una pequeña compra. "¿Qué más da si vamos a participar en las elecciones o no? A nosotros nos gustaría que entre Velké Slemence y Male no hubiera control en la frontera. Que sea como era antes de la guerra. Pero es imposible. Ni el lejano Estrasburgo, ni Bruselas, pueden hacer nada al respecto. Bueno, al menos vivimos en este lado de la frontera. Y gracias a la Unión Europea, podemos ir a Hungría sin controles innecesarios", suspira.

Dentro de la cabina de control en el paso fronterizo, junto al portón de madera, se sienta una funcionaria eslovaca llamada Miriam, que muestra una preciosa sonrisa: "Sin pasaporte no se puede pasar a la parte ucrania. Aquí termina la Unión Europea; más adelante las fronteras no se han abierto todavía", dice abriendo los brazos en un gesto de impotencia.

Y yo solo llevo encima el carné de identidad. Me vuelvo a la Unión Europea.

El problema social

Viajando por el este de Eslovaquia se dejan atrás los pobres asentamientos romaníes, por lo general localizados en los límites de los pueblos. Los edificios parecen improvisados, construidos toscamente y a toda prisa con ladrillos y madera, cubiertos de cualquier manera con láminas de chapa. Alguien tira de un carro lleno de ramas para leña; otro acaba de traer una carreta llena de chatarra.

Me paro en unos de estos asentamientos, de varias decenas de habitantes, en la entrada a la ciudad de Michalovce, la capital del condado. Enseguida me veo rodeado por un grupo de adolescentes gitanos. Miran por las ventanas hacia el interior del coche, preguntan si quiero comprar algo, por ejemplo una radio nueva para el coche, si pueden limpiar los cristales. Les doy 2 euros y enseguida se ve la espuma por encima de los limpiaparabrisas. Se acercan también unos residentes más mayores, sorprendidos de que alguien se haya parado en el pueblo.

"Nos trasladamos aquí hace unos años, cuando levantaron un muro entre los bloques romaníes y eslovacos en la urbanización de Michalovce. Nos sentimos como en un gueto. Aquí nos va mejor, aunque todavía falta trabajo fijo. Recibimos alrededor de 250 euros de subsidio mensual por familia de varios miembros. Uno no puede sobrevivir con eso. Recogemos chatarra y la vendemos; también traemos del bosque pequeñas piezas de madera para las estufas. A veces, en verano, uno encuentra algún trabajo a tiempo parcial en alguna obra. O alguien va a Inglaterra, y en caso de que encuentre trabajo allí, envía libras para ayudar a la familia. Es lo bueno que tiene la Unión, que se puede viajar por toda Europa sin ningún tipo de problema. Aparte de eso, no despertamos interés ninguno, por lo cual a nosotros tampoco nos interesan las elecciones al Parlamento Europeo. No conozco a ningún romaní que haya participado en ellas. A veces vamos a votar en las elecciones locales para elegir a los que de alguna manera se interesarán por nosotros. Pero ningún candidato al Parlamento Europeo ha hablado con nosotros", dice Sandor, de 50 años de edad.

En el ayuntamiento en Michalovce explican que los romaníes son reacios a votar en las elecciones, lo que reduce la participación en esta región. "Es un problema social porque este grupo no se integra con la sociedad. Prefieren vivir a su manera", explica Benjamin Bancej, el adjunto al alcalde de la ciudad de Michalovce.

La voz de la región

A la entrada a Trebišov, la capital del condado vecino de Michalovce, a los conductores les da la bienvenida un cartel de la Unión Europea. Desde el cartel nos mira sonriendo discretamente, detrás de las gafas, Stefan Balaz, el candidato al Parlamento Europeo de la coalición de centro derecha NOVA/KDS/OKS. Aparte de la foto del candidato y el nombre de la coalición, en el cartel ha quedado sitio para el lema electoral: "Europa musi pocut hlas regiononov", que quiere decir "Europa debe sentir la voz de las regiones". En el condado de Trebišov, las elecciones al Parlamento Europeo gozaron de la misma popularidad que en el vecino Michalovce, una participación entre un 13 y un 17%.

Tal vez fuera por los disturbios que tuvieron lugar ahí en 2004. Cuatro mil romaníes de un pueblo de poco más de 20.000 habitantes salieron a las calles después de que el Gobierno eslovaco redujera a la mitad las prestaciones por desempleo. La que más sufrió este recorte fue la comunidad romaní. Se saquearon varias tiendas y se arrojaron piedras a la policía. Al cabo de tres días se consiguió controlar la situación, tras haber solicitado ayuda a los militares. Los romaníes dejaron de protestar cuando se les entregaron vales de comida gratis y se les permitió recoger leña en los bosques de forma legal. Le pregunto a Stefan Balaz cómo pretende conseguir que la voz de Trebišov se haga oír en toda la Unión Europea.

"El grado de confianza de los eslovacos en la Unión Europea es muy alto. ¿Y por qué no se ven muy dispuestos a votar en las elecciones al Parlamento Europeo? Creo que ello se debe al hecho de que no conocen muy bien a los candidatos a las elecciones. Voy a reunirme con los electores y convencerles de que su voz es igual de importante que la de cualquier otro ciudadano de la Unión Europea. Entonces la voz de mi región se escuchará en Bruselas”, afirma.

Grigorij Meseznikov, el presidente del Instituto de Asuntos Públicos de Eslovaquia, explica así la situación electoral en su país: "Es una gran paradoja que tan pocos eslovacos participen en las elecciones europeas, a pesar de que muchos confían en las instituciones europeas. Creo que se debe a que las cuestiones europeas no son el principal tema de debate público en Eslovaquia. Además, muchos de los candidatos al Parlamento Europeo que lideran las listas electorales son políticos veteranos, poco activos en la escena pública", explica.

Jerzy Buzek, el presidente del Parlamento Europeo, en la primera mitad del mandato recientemente terminado, al ser preguntado durante la última sesión en Estrasburgo sobre la participación de Eslovaquia, afirmaba: "No me he dado cuenta de que los diputados de Eslovaquia se sintiesen discapacitados de algún modo por el hecho de que fueran elegidos con un número de votos reducido. Fueron elegidos democráticamente, y eso es lo más importante. Participan activamente en el trabajo del Parlamento Europeo. El problema de la baja participación no atañe solo a Eslovaquia, sino a toda Europa Central y del Este. Se trata de democracias jóvenes que recientemente surgieron del bloque comunista. Al oeste del continente la democracia es mucho más arraigada. Europa Central y del Este siguen tratando de llegar a estos estándares. Sin embargo, creo que dentro de poco los votantes de toda la Unión Europea se sentirán responsables de Europa de igual forma. Es solamente cuestión de tiempo", asegura.

Crecen las críticas en Luxemburgo

Es algo con lo que otros países solo pueden soñar: en las últimas elecciones al Parlamento europeo celebradas en Luxemburgo votaron el 90,7% de todas las personas con derecho a voto; en Rumelange, una ciudad de 5.000 habitantes en el sur del país se llegó incluso al 98%. ¿Significa eso que los luxemburgueses, que contribuyeron a acuñar el proceso de integración europea desde los años cincuenta, están locos por Europa?

La cosa no es tan simple. Luxemburgo es uno de los pocos países europeos en los que todavía existe la obligación de votar. Esta norma fue introducida en el Gran Ducado en 1919 y desde entonces se aplica a todos los mayores de 18 años residentes en Luxemburgo e inscritos en el censo electoral. Ahora bien, este imperativo de acudir a las urnas es extremadamente suave: es cierto que la ley prevé una multa en caso de que un ciudadano no vaya a votar de forma injustificada. Pero desde 1964 no se ha vuelto a penar a ningún elector. La obligación de votar es un fusil sin balas.

Por eso esta elevada participación electoral pone de manifiesto que los luxemburgueses han asimilado “en cuerpo y alma” el proyecto europeo hace ya mucho tiempo, tal como escribía el año pasado un analista en el Luxemburger Wort. Al fin y al cabo, desde el comienzo de la integración europea, este país se ha beneficiado de Europa como pocos. Si uno da un paseo por el (muy artificial) barrio europeo de la capital, Kirchberg, tiene ocasión de ver las sedes de muchas de las instituciones que marcan la fisonomía de Europa: el Tribunal de Justicia europeo, secciones de la Comisión y del Parlamento, el Tribunal de Cuentas europeo, la oficina estadística Eurostat y, desde hace poco, también el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE). El 66% de la población de la capital está compuesto por extranjeros: allí Europa se encarna en una realidad concreta, en personas y edificios, y también es un factor económico importante.

Muchos de los habitantes del país están profundamente convencidos de que, si no existiese Europa, Luxemburgo sería una mancha borrosa en el mapa internacional. En el eurobarómetro del año pasado se preguntó a la población si era necesario pertenecer ala UE "para afrontar los retos del futuro”. El 78% de los luxemburgueses respondieron afirmativamente, una cifra record dentro de Europa. Además, el 82% se mostró convencido de que la UE es “un espacio favorable para los negocios”. En una palabra, Luxemburgo es un alumno modelo en lo tocante a entusiasmo europeísta y la cosa viene de lejos. En 1986, el pueblo luxemburgués recibió el Premio Carlomagno por sus méritos especiales en relación con la unión de Europa.

Ahora bien, en el país de los eurófilos también crecen las críticas. El Alternativ Demokratesch Reformpartei [ADR, o Partido Reformista de Alternativa Democrática] se presenta a las próximas elecciones europeas con el lema “Manner Europa- méi Lëtzebuerg” (Menos Europa - más Luxemburgo). Igual que la CSU en Alemania, se resiste a la ampliación de la UE “mientras la Unión Europea no esté firmemente asentada”, como dejó claro su candidato Roy Reding en un congreso del partido celebrado a principios de abril. No obstante, el ADR se distancia explícitamente de la alianza europea de partidos de derechas. En estos momentos, los sondeos asignan al partido euroescéptico un 6% de los votos y eso no es suficiente para conseguir un escaño en Estrasburgo.

De todas formas, el ADR no altera en nada la convicción cosmopolita de la mayoría de los luxemburgueses. Convicción que también se pone de manifiesto en otro aspecto del derecho electoral, porque en Luxemburgo se permite votar en las elecciones europeas a ciudadanos dela UE no luxemburgueses. Aunque, a diferencia de la población autóctona, el interés de la población foránea por estas elecciones es más bien moderado: de los 200.000 extranjeros con derecho a voto, solo se han inscrito para las elecciones europeas algo más de 19.000 ciudadanos de la UE residentes en Luxemburgo. Como en el resto de Europa, entre ellos también impera el cansancio electoral.

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