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‘Civis europaeus sum’

De Caracalla a Lisboa: la historia de las muchas comunidades europeas

Colas para obtener el pasaporte en Barcelona.
Colas para obtener el pasaporte en Barcelona.Joredi Roviralta

Las jornadas electorales son los días festivos de las democracias: millones de ciudadanos de grandes países hacen lo mismo en una cita común, aun cuando se decanten por opciones diferentes. Y eso es un símbolo del equilibrio entre libertad e igualdad necesario para que exista un sistema democrático. Desde 1979, los europeos eligen directamente su Parlamento común y, desde la firma del Tratado de Lisboa, existe un ciudadanía de la Unión Europea que se añade automáticamente a las nacionalidades de los distintos Estados miembros. Como ponen de manifiesto los pasaportes color burdeos de los europeos, somos ciudadanos por partida doble.

Esto es algo realmente sorprendente si uno vuelve la vista atrás y contempla la historia de los últimos 200 años, que ha desembocado prácticamente en todo el mundo en la victoria de la forma política del Estado nacional, una organización política de estructura cerrada sin precedente histórico. Fronteras claramente definidas, leyes y administración unitarias, generalmente un mismo idioma común, una conciencia canónica de la propia historia y un derecho de nacionalidad exclusivo; estos son los rasgos distintivos de los Estados modernos tal como se agrupan en Naciones Unidas formando una sociedad mundial. El Estado nacional no siempre es democrático, pero hasta ahora ha demostrado ser el recipiente más adecuado para las grandes democracias que rebasan el ámbito de los municipios rurales y urbanos.

Europa ha desarrollado la forma constitucional de las democracias nacionales a lo largo de siglos de lucha. A ello han contribuido algo enteramente antiguo (la idea bíblica del pueblo elegido) y algo muy nuevo (constitución representativa, división de poderes y esfera pública). Pero por muy convincente y exitoso que parezca el Estado nacional, lo cierto es que también ha resultado ser destructivo debido a su espíritu nacional exclusivo y a las luchas despiadadas que ha emprendido para obtener la supremacía entre sus semejantes. En los albores del siglo XX amenazaba con destruir Europa.

Por eso Europa intenta, desde hace tres generaciones, completar su más importante artículo de exportación político y superarlo accediendo a formas de coordinación supranacionales. Estas no desembocan en un Estado nacional europeo, algo prácticamente inimaginable, pero a día de hoy ya son más que una confederación de Estados. ¿Cuándo en el pasado se han puesto de acuerdo tantos países distintos para establecer una ciudadanía común y unas elecciones comunes, una moneda única y miles de leyes comunes? Tenemos que vérnoslas con algo enteramente nuevo. Pero este algo nuevo supone muchos requisitos previos que, de forma nada casual, se retrotraen sobre todo al pasado prenacional de Europa.

Todo comienza en la antigua Roma. La última vez que un derecho civil común abarcó un espacio europeo de tamaño similar fue en el año 212, cuando el emperador Caracalla otorgó el derecho civil romano a todas las provincias del imperio, es decir, aproximadamente a un total de 55 millones de habitantes libres de la zona comprendida entre la Península Ibérica, Britania, el Limes Germanicus, Oriente Próximo y el Norte de África. Roma había desarrollado el concepto de ciudadano más claro de la Antigüedad, concepto que todavía constituye la base de nuestra idea de ciudadanía. Los romanos no podían convertirse en ciudadanos de ciudades extranjeras, pero el proceso inverso era perfectamente posible. Los ciudadanos romanos tenían privilegios y obligaciones precisas, se los reconocía por sus elegantes togas y no podían ser castigados de forma humillante, ni siquiera después de que los derechos de voto de la asamblea popular de la ciudad de Roma comenzaran a difuminarse.

Cuando iba a ser crucificado, el apóstol Pablo apeló a sus derechos civiles: civis romanus sum. Esta orgullosa frase no ha caído en el olvido, porque quedó recogida en los Hechos de los Apóstoles. Los romanos utilizaban su derecho civil para reforzar vínculos con sus aliados, con hombres de Estado extranjeros y con nuevas unidades militares, creando así una clase social destacada que contribuía a sustentar su polimorfo imperio. Cuando Caracalla dio el último paso - la extensión del derecho civil a todos los habitantes libres - con la sola intención de aumentar la base fiscal de imperio, lo que hizo fue llevar el largo proceso de romanización hasta sus últimas consecuencias. Y con un resultado enteramente moderno: en la Antigüedad tardía, la mayoría de los habitantes del imperio romano tenían dos ciudadanías: eran atenienses y romanos, alejandrinos y romanos o maguntinos y romanos.

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Los cristianos siempre han sabido que su ascenso a la categoría de religión mundial estaba ligado al espacio pacificado del imperio romano. No en vano el evangelista Lucas vinculó el nacimiento de Cristo con la época del Gobierno del emperador Augusto, y de esta manera hizo bíblico el imperio. El Papa romano era heredero del emperador romano y enviaba misioneros irlandeses a Alemania o nombraba monjes españoles obispos en Polonia. Además, renovó la dignidad imperial con soberanos germanos: trasfirió el imperio, que antaño había pasado de Roma a Bizancio, de los griegos a los francos y luego a los alemanes, tal como dice la doctrina.

El cometido de los emperadores medievales era proteger a la iglesia y eso supuso una duplicación de su función que recuerda a la actual doble ciudadanía europea: el emperador de la Alta Edad Media era elegido rey en Alemania, pero solo se coronaba emperador en Roma. Incluso en la Edad Moderna, cuando hacía ya mucho que la elección del rey y la coronación del emperador se celebraban conjuntamente en Frankfurt am Main, el emperador no era un soberano alemán puro, sino el monarca de más alto rango de Europa, el único que podía nombrar reyes antes de Napoleón. 

Solo era poderoso en casa, en el dominio de su propio país, mientras que en el amplio ámbito del Sacro Imperio Romano, que se extendía desde Borgoña y Toscana hasta Pomerania, no era más que un símbolo de unidad. Pero era el máximo garante del derecho en un sistema en el que los súbditos podían presentar una demanda contra sus soberanos locales ante un tribunal de justicia imperial, derecho único en su género en Europa. Por eso especialistas en derecho público posteriores calificaban al Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana de “monstrum” ilógico, de forma parecida a como el escritor Hans Magnus Enzensberger habla ahora del “gentil monstruo de Bruselas”. Al fin y al cabo, hoy día los ciudadanos de Europa también pueden apelar contra sus Estados en un tribunal de justicia europeo.

Durante siglos, la iglesia siguió siendo la organización europea más grande y rigurosamente estructurada; la procedencia nacional no carecía de importancia en ella, aunque era un factor que siempre se podía soslayar. En los concilios de la Alta Edad Media, los papas reunían a obispos y abades procedentes de toda la cristiandad a fin de promulgar reglas comunes para todos los creyentes como, por ejemplo, la confesión obligatoria. Además, el Papa también aseguraba su independencia al estructurar las jerarquías eclesiásticas reprimiendo la influencia de los soberanos locales sobre el nombramiento de los obispos. Flujos de dinero procedentes de toda Europa desembocaban en Roma, sustentados por un tráfico de pagos sin dinero en efectivo que tramitaban establecimientos bancarios florentinos con filiales en muchas ciudades al norte de los Alpes. Cabilderos de todos los países pugnaban por arrimarse como fuera a la curia, igual que ocurre hoy día en Bruselas.

El papado inició también las primeras empresas bélicas comunitarias europeas, las cruzadas, que, en calidad de peregrinaciones armadas a Jerusalén, debían liberar el Santo Sepulcro que estaba en manos de los musulmanes. En el siglo XII lucharon allí reyes y príncipes procedentes de Francia, Inglaterra y Alemania y pronto compartieron también una cultura caballeresca que versaba sobre las mismas historias. El Parsifal surgió primero en francés y tuvo luego su versión en alemán. Caballeros templarios procedentes de toda Europa colonizaron el área situada al sur de Berlín, donde todavía existe un barrio llamado Tempelhof, y en la denominada Orden Teutónica, que sometió a los prusianos a orillas del Báltico, no solo luchaban guerreros alemanes.

Cuando el papado llevaba una generación dividido entre Roma y Aviñón, hubo que restablecer la unidad de la iglesia con un concilio celebrado bajo el amparo del emperador alemán. Se puede considerar este concilio iniciado hace 600 años, en 1414, en la ciudad de Constanza, como el primer Parlamento Europeo: para compensar la preponderancia de los cardenales italianos se votó por vez primera por "naciones", de tal forma que ingleses, franceses y alemanes, y más tarde también españoles, solo tenían un único voto, respectivamente. En aquel entonces, el concepto de nación no era “nacional”, sino que designaba la procedencia geográfica. En Constanza, el voto alemán representaba también a las provincias eclesiásticas bálticas y eslavas sin que ello molestase a nadie.

Esta antigua Europa desarrolló una sorprendente flexibilidad en sus relaciones suprarregionales. Los comerciantes italianos podían vivir en Brujas conforme a su propio derecho, como hacían sus colegas alemanes en Venecia. Los estudiantes extranjeros tenían corporaciones propias en París y Bolonia y uno se pregunta si el “Proceso de Bolonia” de nuestros días no debería haber tenido más presente este antecedente. En el ambiente universitario de la Alta Edad Media surge también el primer intento de concebir el contexto europeo como interconexión de múltiples piezas diferentes. El canónigo de Colonia Alexander von Roes esbozó en torno a 1280 un reparto europeo de competencias entre las principales naciones de la cristiandad: según su plan, los italianos tienen el papado, el dominio sobre la iglesia; los alemanes, el imperio, la protección de la iglesia; y los franceses, con la Universidad de París, el estudio, la doctrina escolástica de la iglesia.

Los concilios celebrados por la iglesia en el Medievo tardío también reivindicaron una comunidad europea más amplia, la Internacional de los eruditos humanistas. En las pausas de la reunión de Constanza, los clérigos italianos rebuscaban en los monasterios situados junto al lago de la ciudad y a orillas del Rin para hacerse con manuscritos antiguos. En las escribanías alemanas se estudiaba aplicadamente a Petrarca y a Cola di Rienzo para mejorar el estilo, lo cual tuvo repercusiones en la sintaxis alemana que perduran hasta hoy. La imprenta creó a finales del siglo XV una filología internacional que se encargó de que en toda Europa se pudieran citar los mismos textos.

Este ámbito público humanista fue también el requisito previo de la primera gran división de Europa en el cisma religioso. A partir de ese momento quedó claro que Europa no es solo católica y no tiene una única fe; también es protestante, ha descubierto el principio de la secesión y, con él, su auténtica libertad. Como en Europa se estaban consolidando múltiples países y poderes, ya no era posible reprimir ninguna idea. Lutero fue protegido por un príncipe elector sajón. Lo que no se podía publicar en París veía la luz en Holanda. Voltaire se convirtió en un escritor europeo a raíz de su destierro a Inglaterra. Europa sería inimaginable sin la tenaz Suiza, fortaleza-refugio de la Ilustración y de muchas emigraciones.

Pero habrá que esperar a la Edad Moderna para asistir al desarrollo de la característica estructura europea, la interrelación de diversidades en los planos confesional, lingüístico y cultural. Las lenguas populares se hicieron literarias como el latín y los europeos se vieron obligados a ser cada vez más políglotas. Este proceso discurre en paralelo con el ascenso de las grandes y pequeñas monarquías, que dieron lugar a una sociedad de Estados europea repleta de conflictos en la que todos podían hacer la guerra con todos, pero también podían establecer alianzas.

En este ámbito, las líneas de interconexión también atravesaban todas las fronteras. Príncipes electores alemanes se convirtieron en reyes en Inglaterra y Polonia. El rey sueco poseía provincias en el imperio alemán. El rey prusiano era príncipe electo de Brandeburgo y vasallo del rey de Polonia. A partir del Medievo tardío se desarrolló a través de todo el continente la familia europea de las dinastías por la vía del casamiento; en el caso de los Habsburgo abarcaba desde Madrid y Bruselas hasta Viena, Florencia, Praga y Budapest, mientras que los Borbones trabajaban uniéndose a dinastías italianas, bávaras, españolas y polacas. Napoleón todavía copió este sistema casándose con una archiduquesa del linaje de los Habsburgo para fundar así una superdinastía imperial.

Esta sociedad de Estados europea desarrolló unas maneras diplomáticas comunes – casi siempre en idioma francés – y discurrió un derecho internacional que desembocó en los primeros esbozos de una paz europea. Cuando Kant reflexionaba sobre la paz perpetua, hacía tiempo que los viajeros alemanes escuchaban con atención y entusiasmo los discursos de la Asamblea Nacional de París, que durante un par de años se convirtió en una especie de Parlamento Europeo.

La idea de que Europa, a pasar de todos los conflictos, es una unidad, no era solo teoría. En las firmas de los grandes tratados de paz, sobre todo en la Paz de Westfalia de 1648 y más tarde en el Congreso de Viena de 1815, las principales potencias se hicieron responsables de la totalidad del continente. En ambos tratados, la situación de Alemania, el agitado y desgarrado centro de Europa, quedó garantizada por potencias no alemanas, cosa que no volverá a suceder hasta el Tratado Dos más Cuatro de 1990.

Si uno echa una ojeada a los siglos transcurridos entre el derecho civil romano y el Tratado de Lisboa, detecta que el Estado nacional no es la primera ni la última palabra de la historia europea. Incluso cabe decir que solo ha existido en su forma pura durante un período de tiempo notablemente corto, desde la Revolución Francesa hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Aunque ni siquiera en esas 15 décadas ha estado vigente en todas partes ni ha carecido de limitaciones. No alcanzó Centroeuropa hasta 1870, tras la unificación de Italia y Alemania, y solo en 1919 avanzó hasta las fronteras rusa y turca con la Paz de Versalles. Rusia no llegó a convertirse en un Estado nacional hasta aproximadamente el año 1991, en el mismo momento en que en Yugoslavia se desintegraba un pequeño Estado plurinacional. La observación comparada lleva a poner en duda que el modelo de Estado nacional del occidente europeo pueda funcionar realmente en otras regiones o en otros continentes.

Los que se quejan de la complejidad de la Unión Europea no conocen la historia. Las metamorfosis del continente son un dechado de fantasía en lo que respecta a las muchas posibilidades de cooperación y autonomía. Y demuestran que las soluciones aparentemente sencillas en realidad siempre han sido las peores.

Traducción: News Clips

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