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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una educación para la vida, no para la muerte

Todavía entre nosotros los Derechos Humanos siguen asociados al pasado, a la muerte y a su violación

¿Por qué los oprimidos se tornan opresores? Es la pregunta que me desvela desde que constato que algunas personas que fueron perseguidas y vivieron bajo el terror, luego no pueden reconocer el dolor ajeno. Como si no pudieran evitar poner afuera lo que recibieron a manos llenas, el odio, la crueldad. A la luz de ese dilema, desde que las dictaduras fueron dando paso a las democracias nacientes, tal como sucede con otros pensadores, educadores, filósofos, activistas, víctimas y políticos, yo también me debato sobre cuál es el punto para evitar que un país como Argentina no vuelva a desquiciarse por la violencia.

Y la respuesta es sólo una: educar para la dignidad, que es lo que nos define como seres humanos, ya que la humillación es la enemiga de la dignidad. El corazón filosófico y jurídico de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, elaborada por los hombres sensatos del mundo tras la locura del nazismo que a los argentinos nos sirvió como derecho internacional para condenar a los responsables del terrorismo de Estado. Sin embargo, todavía entre nosotros los Derechos Humanos siguen asociados al pasado, a la muerte y a su violación. Sin que se termine de entender que somos todos iguales para disfrutar de los derechos, como lo es la libertad del decir, la información, la privacidad o el trabajo.

Pero el único que puede violar los Derechos Humanos es el que debe protegerlos, el Estado. No se me escapan los debates en torno a los atentados de los grupos terroristas, si deben prescribir o no, ya que igualmente son ataques a la Humanidad. Pero no se trata de un debate jurídico sino del contrasentido de que aquellos que entre nosotros invocan los Derechos Humanos son los que los niegan y violan. Tal como sucede con el proyecto gubernamental de hacer de la Universidad Popular de las Madres de la Plaza de Mayo un Instituto Universitario del Estado que en lugar de educar y capacitar en Derechos Humanos para “la tolerancia, la paz y la ciudadanía” -tal como las Naciones Unidas instan a los Estados-, claramente pretende formar “militantes de la causa popular”.

Una concepción de poder antidemocrática que paradójicamente se vale del sistema republicano para terminar con lo que desprecian: la división de poderes y la autonomía del Poder Legislativo, convertido en estos años en una mayoría obediente que si sanciona tanto la creación del Instituto Universitario Madres de Plaza de Mayo como la Universidad de la Defensa estará firmando su propia partida de defunción. Un Parlamento domesticado que simula el debate y en nombre de los Derechos Humanos reproduce lo que los niega, el “deber a obedecer” de la vida militar, incompatible con la libertad democrática. El verticalismo del Jefe que manda y el pelotón que obedece es útil para la guerra, donde siempre mueren los que obedecen, los soldados. Nunca para la política, que al menos como definición, siempre es el otro, al que debo escuchar y respetar.

Si efectivamente se tratara de un proyecto educativo no hay nada que objetar a que una organización como la de las Madres de la Plaza de Mayo, que denunció las torturas y los secuestros del terrorismo de la dictadura, que increpó al poder militar para conocer el paradero de sus hijos presos desaparecidos e hizo de esa historia trágica un aprendizaje para la convivencia democrática. Sucede que ya hace una década que algunas madres de los pañuelos blancos como su cara más visible, Hebe de Bonafini, cruzaron la Plaza de Mayo para ingresar al palacio de gobierno, donde recibieron favores políticos. Como fue la construcción de viviendas populares, un programa bautizado como “Sueños compartidos” que se convirtió en una pesadilla por el desfalco en torno al desvío de unos veinte millones de dólares que involucró al apoderado de esa organización, Sergio Shocklender, un ex preso condenado por asesinar a sus padres, quien se amparó en la organización de Bonafini. De modo que cuesta sustraerse al escándalo que rodeó a la organización de las Madres, sin la sospecha de que con la estatización de la “Universidad Popular” se busca blanquear sus deudas con el Estado.

Igualmente polémica es la “Universidad de la Defensa” tras la designación del Nuevo jefe del Ejército, sospechado por un delito de lesa humanidad, la desaparición de un soldado que era su ayudante. Unidos en la defensa del “gobierno, nacional y popular”, la alianza entre Hebe de Bonafini con el Jefe del Ejército, César Milani, sospechado de un delito de lesa humanidad desafían el entendimiento tal como en otra época sucedió con la sociedad de la mujer que simboliza la tragedia de las madres que perdieron a sus hijos con el parricida, condenado por la muerte de sus padres.

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No porque no crea en la reconciliación democrática o en la posibilidad de la rehabilitación humana. Sino porque ni uno ni otro se subordinan a la Constitución, cuyo corazón filosófico es la subordinación a todos los Tratados Internacionales de Derechos Humanos y a la ley democrática que prohíbe la participación de los militares en la política. Con la creación de la Universidad de las Madres como la de la Defensa se dará el contrasentido de que una busca adoctrinar a los civiles y la otra politizar a los soldados. Ambas atentan claramente contra la República Argentina en camino de seguir los pasos de “la república bolivariana”. La concepción de militares en la política puede servirles a los venezolanos, pero para los argentinos explican nuestro fracaso como país.

Fui alfabetizada en una escuela pública del norte cordobés. Mis primeras letras fueron “Evita me ama, Perón me cuida”. Mi generación se hizo Montonera. Si reconozco el sacrificio de los que murieron y espero el debate que nos debemos en torno a la responsabilidad de la dirigencia montonera en nuestra tragedia contemporánea, el debate ahora es en torno a nuestra responsabilidad con la juventud actual y las generaciones por venir. Como la educación siempre es a futuro, vale preguntarnos cuál es el objetivo de la educación, qué significa hoy promover una educación en Derechos Humanos. ¿Educamos para la paz, la ciudadanía y la vida en armonía? ¿O regresamos al ciclo de la violencia y la opresión? Tal vez porque viví entre el dolor de los atormentados, fui testigo del sufrimiento que provocó la dictadura y hoy recibo las denuncias de otros pesares, el de los represores a los que en la cárcel se les humilla, estoy convencida de que una educación en Derechos Humanos es un instrumento poderoso para aprender a mirarnos con compasión y respeto. Con la humildad de no creernos ni erigirnos en los salvadores de nadie. Alcanza con defender nuestra dignidad para evitar que otros sean humillados.

De modo que no hay muchas opciones. O encaramos la educación para formar ciudadanos, promover la paz y el desarrollo o adoctrinamos para la revolución, tal como surge de los fundamentos de la estatización de la Universidad de las Madres. Vale recordar que, a la luz de la turbulenta historia del siglo XX, las revoluciones terminaron siempre en pesadillas autoritarias. Los oprimidos convertidos en opresores, el dilema inicial que promueve debates, libros, artículos, seminarios académicos, reuniones de los organismos humanitarios en torno a los Derechos Humanos, de donde extraigo un texto aleccionador: “Querida profesora: Soy un sobreviviente de un campo de concentración. Mis ojos vieron aquello que ningún hombre debiera testimoniar: cámaras de gas construidas por ingenieros instruidos: niños envenenados por médicos educados. Por eso desconfío de la educación. Mi pedido, querida profesora, es que ayude a sus alumnos a tornarse humanos”.

Norma Morandini es senadora argentina del Frente Amplio Progresista por la provincia de Córdoba

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