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Columna
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Escena de idilio en una embajada rusa

La Rusia antimusulmana, de un cristianismo primitivo, es la que de nuevo fascina en Europa

Lluís Bassets
El presidente de Rusia, Vladímir Putin.
El presidente de Rusia, Vladímir Putin.MIKHAIL KLIMENTYEV (AFP)

No hace falta concretar la localización. Puede ser en Lisboa o Roma, en Bruselas o Berlín. Fecha: uno de estos días, tras los plebiscitos de Donetsk y Lugansk. Escenario: arquitectura y decoración imperiales, las propias de la superpotencia que fue y aspira a volver a ser. La comida y el servicio, perfectos: vodka, caviar, salmón… Los diplomáticos, profesionales y amables, a la altura del poder imperial que representan. Buenos conocedores del país y de sus políticos, también de sus problemas interiores, que no dejarán de evocar en ejercicios de política comparada y de denuncia de la doble vara de medir, una especialidad que dominan. Los argumentos, conocidos, sin novedad.

La sorpresa la proporcionan los convocados, variopinta fauna mayoritariamente conservadora, fuertemente nacionalista en casi todos los casos e incluso de posiciones ultramontanas en las esferas de la moral y de la religión. Antes de que abran la boca los amigos rusos, los amigos locales ya se han rendido ante los encantos ideológicos moscovitas, sin necesidad de que nadie adelante argumentario alguno elaborado en Moscú.

Rusia no ha sabido explicarse ni hacer pedagogía. Ucrania no existe, es Rusia de toda la vida. Jruschov regaló Crimea a Ucrania ilegalmente. Odesa y Sebastopol son tan rusas como Marsella y Nantes francesas o Bremen y Rostock alemanas. No se puede hablar de anexión de Crimea. Son los ucranios los que quieren separarse de un régimen instalado por un golpe de Estado. Putin defiende mejor los valores cristianos occidentales que nuestros políticos cosmopolitas. Véase la cuestión del matrimonio homosexual. Nuestro país (rellénese aquí con el que se desee: vale España, claro está, pero también muchos otros se adecuan) y la Madre Rusia tienen historias gemelas de enfrentamiento contra la modernidad y frente a la americanización de la vida y de la cultura. Tenemos más que ver con una familia de Petersburgo, perfectamente europea, que con otra de Chicago, americana y lejana. Los diplomáticos callan o, como máximo, asienten satisfechos.

Hay una Rusia antigua que fascina de nuevo en Europa como un avatar de la Tercera Roma

Hubo un tiempo de violencia extrema en que había que escoger primero entre la cruz gamada de un lado y la hoz y el martillo del otro. Le siguió a continuación otro tiempo, más pacífico en las formas pero igualmente brutal en la capacidad amenazadora de la destrucción mutua asegurada, en que el dilema era entre la estatua de la libertad y el busto de Lenin. En ambos tiempos, los amigos de Moscú se hallaban en los partidos comunistas, aunque su capacidad de irradiación sobre la entera izquierda y sobre el mundo intelectual iba más allá de las ideas políticas. Llegó después el paréntesis de los 20 años unipolares, con Rusia desaparecida y acomplejada, al que le ha seguido el regreso geopolítico de la Rusia autocrática de siempre, similar a la que guerreó en Crimea entre 1853 y 56 contra una gran coalición europea en la que estaba el Imperio Otomano. Y esa Rusia, antimusulmana, reaccionaria, de un cristianismo elemental y primitivo, es la que de nuevo fascina en Europa como un modernísimo avatar de la Tercera Roma que se asocia a los orígenes del Ducado de Moscú.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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