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Cartas de Cuévano
Tribuna
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Paz en Polska

Octavio Paz es un poeta infinito, cuyos versos se desdoblan y multiplican cada vez que son leídos en voz alta

Debo a la Embajada de México en Polonia y al Instituto Cervantes de Cracovia la oportunidad para conmemorar el centenario de Octavio Paz en Varsovia, dentro del estadio donde se celebra cada año la Feria del Libro y en Cracovia, en la entrañable gruta de su sede medieval. Me honra ir acompañado en el intento con las voces de Gerardo Beltrán –poeta y traductor, profesor de la Universidad de Varsovia—y David Toscana, uno de los mejores escritores mexicanos que leo y releo con un afecto incrementado que no merma mi admiración por sus párrafos. Queda claro que la ocasión permite presentar ante muchos lectores jóvenes y adultos polacos que no han podido abrevar de sus libros, al Octavio Paz que merecidamente resuena en todo el mundo como único Premio Nobel de Literatura mexicano, hasta ahora.

Octavio Paz es un poeta infinito, cuyos versos se desdoblan y multiplican cada vez que son leídos en voz alta, murmullo o en el intento de plagio donde cualquiera quisiera cortejar a la mujer más bella del mundo con cualquiera de sus imágenes, verla de lejos como quien oye llover, saberse deletreado por las yemas de sus dedos y definir a dos voces qué es exactamente un chopo de agua. Octavio Paz es también un extraordinario cuentista –aunque él mismo considerara esos breves relatos, como “Mi vida con la ola”: no más que poemas en prosa—y celebrar ahora sus primer centenario de eternidad es también ocasión para intentar el contagio de ellos, tanto como volver a leer y difundir los magníficos ensayos, la prosa que destilaba pensamiento andante, propensión constante al asombro y a la discusión y al debate libre de las ideas. Sin embargo, llama la atención que –al menos, por ahora—no está traducida la obra completa de Paz en polaco. Llama la atención, pues Varsovia es una ciudad llena de luz y de librerías, aunque desconozco los pormenores del error, reconozco que Paz es un autor mencionado y conocido, leído y releído en los títulos que sí se han convertido a la hermosa lengua tan plagada de consonantes, donde las vocales se vuelven misterio y el alfabeto se desdobla en letras que clonan sonidos que parecen acallar cualquier necedad. Paz en polaco es entonces la confirmación del poeta que sabe hilar los versos más allá de la cuadrícula impositiva de las métricas, más cerca del corazón o de la música que decía Fray Luis de León que es no más “que luz que no se ve” y Paz en polaco es también el ensayista abierto a la pregunta constante, a la discusión continua que hoy mismo tendría mucho que preguntar e intentar responder ante los enigmas y el crucigrama del mundo que vivimos. Sobre todo, Paz es la palabra que en el poeta era mucho más que apellido y que inevitablemente se entrelaza por debajo de todos los renglones y entretelones que vive y recuerda Polonia.

Es precisamente en paz que Varsovia puede irradiar tanta energía en las caras de quienes miran directamente los ojos de todo paseante, en los comercios llenos y los modernos tranvías, pero es también en paz que parece digerirse el peso del pretérito y los dolores del pasado. Entre octubre y diciembre de 1939, los conquistadores nazis impusieron entre otras infamias una cartilla de racionamiento que se reducía a 250 gramos de pan por día, por habitante, así como 250 gramos de azúcar, 100 gramos de arroz y 200 gramos de sal cada dos meses. Ese horror significó desahuciar a una población y todas sus esperanzas con el nivel mínimo de calorías promedio en todos los territorios ocupados por el llamado Tercer Reich. Al volver a Varsovia luego de su encarcelamiento, traicionado por los rusos, el héroe Jan Karsky se encuentra con una “Varsovia convertida en ruina de sí misma; el desastre en el que había caído excedía en magnitud cualquier posible anticipación. La ciudad alegre había desaparecido. Los atractivos edificios, los teatros, los cafés, las flores, la ruidosa, jovial y familiar Varsovia se había esfumado tan calladamente como si jamás hubiera existido”. De esa ciudad inexistente, desaparecida y en ruinas narra David Toscana en su novela La ciudad que el diablo se llevó (Alfaguara, 2012) y contra toda forma de totalitarismo, amnesia, estulticia política, nefanda corrupción e ignorancia con ira escribe el poeta Octavio Paz, que en el apellido lleva precisamente la palabra que permite que hoy mismo viva llena de vida una renovada Polonia, tan cerca del tiempo nublado que vive Ucrania. A ochenta kilómetros de la frontera con Ucrania, los habitantes de Lublin no niegan el recuerdo intacto de tanta destrucción y desolación que provocan las guerras y quizá fincan su esperanza en la palabra que fue también apellido de un gran poeta, la misma palabra que transpiraron los grandes escritores polacos en buhardillas anónimas, apartamentos apartados de todo el ruido, habitantes de libros y de esa música casi palpable que rodea los bosques y acompaña el tiempo de los ríos, las vías intemporales de los trenes, la abundante mesa de todos los colores que se comen en polaco y la mirada intacta de quien se atreve a volver su nombre un plural.

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