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Tribuna
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México: la sociedad desconfiada

En México la confianza de los ciudadanos hacia los partidos políticos y los diputados es inferior al 20%

En México la confianza de los ciudadanos hacia los partidos políticos y los diputados es inferior al 20%, y sólo un 34% confía en la autoridad electoral. Estas cifras, indicativas del déficit de aprecio hacia instituciones fundamentales de la democracia, sugieren que es indispensable una transformación de las prácticas políticas para evitar una crisis mayor de legitimidad del aún joven sistema plural de partidos en el país azteca. Pero la desconfianza de los mexicanos no sólo se refiere a la “clase política”, sino que afecta a todo el tejido social y a las relaciones interpersonales: el 70% afirma que “no se puede confiar en la mayoría de las personas”. Además, sólo 36% confía en el gobierno de su estado y apenas el 30% tiene confianza en el gobierno municipal. Los mexicanos recelan del legislador, del alcalde, del político, pero también del maestro (desconfía de ellos el 44%), del cura (45%), de los demás ciudadanos de a pie.

No es mejor el panorama en lo que toca a la percepción sobre el Estado de derecho y la justicia en México. Sólo 4 de cada 100 consideran que las leyes se respetan “mucho”, mientras que 37 sostienen que “poco” y 29 que “nada”. De quienes han sido víctimas de algún delito, 61% no presentó denuncia, y cuatro de cada diez refieren haber tenido malas experiencias con la autoridad en el pasado.

Todas estas cifras surgen del reciente Informe País del Instituto Nacional Electoral de México, a partir de la Encuesta Nacional sobre Calidad de Ciudadanía levantada en 2013, que incluyó 11.000 entrevistas, y que tiene información representativa de toda la república, cinco regiones geográficas, 10 entidades federativas y 12 municipios.

En México, país caracterizado por una ancestral desigualdad social, la discriminación es asunto de todos los días. El 75,3% de la población percibe que a las personas se les discrimina por su apariencia física, el 76% por su clase social, el 71% por su color de piel, el 59% por ser mujer y el 71% por ser indígena.

Una sociedad desconfiada, también es poco participativa en la vida comunitaria y ciudadana. Más allá de la emisión del voto (la participación electoral ronda el 62%), sólo el 3,38% es miembro activo de un partido político, el 3,65 de un sindicato, el 1,5 de una asociación profesional, el 1,21 de una organización ambientalista y el 1,08 de una organización de protección de los derechos humanos. La mayor participación se da en organizaciones religiosas (10,81%), en asociaciones de padres de familia (6,19%) y en organizaciones deportivas (5,47%), es decir, en actividades predemocráticas y que poco influyen en la expansión de los derechos y del bienestar colectivo. Además, la desigualdad social tiene efectos sobre los niveles de participación, pues a mayor nivel de ingresos y a mayor escolaridad aumenta drásticamente la pertenencia a organizaciones de la sociedad civil; esto, a su vez, amplía las brechas sociales: las élites se organizan más para impulsar y defender sus intereses que los pobres.

El efecto combinado de la desconfianza hacia el prójimo y las instituciones, la percepción de la discriminación como práctica generalizada y la muy débil organización social acaba gravitando sobre el aprecio a la democracia: el 53% de los mexicanos considera que la democracia es preferible a otro sistema de gobierno (nivel inferior al del promedio de América Latina), para el 18% da lo mismo un sistema democrático u otro, y un preocupante 23% afirma que en algunas circunstancias es preferible un gobierno autoritario de mano dura a uno democrático.

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La democratización de México se desarrolló en las últimas dos décadas del siglo XX (en 1988 ocurrieron las primeras elecciones presidenciales realmente competidas, en 1997 el presidente y su partido –el PRI- perdieron la mayoría en la Cámara de Diputados y en el 2000 se dio la primera alternancia en el gobierno nacional en setenta años), pero la vida democrática ha coincidido con un largo periodo de estancamiento económico, expansión absoluta de la pobreza, caída de los salarios, informalidad laboral, pérdida de expectativas de mejoría en la vida que tendrán los hijos respecto de la de sus padres.

El mal desempeño económico, junto con la debilidad del Estado de derecho y de la propia sociedad civil, en un océano de desigualdad social, subrayan el riesgo detectado hace 10 años por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo de que el malestar “en la democracia” se traduzca en malestar “con la democracia”.

México dejó atrás el sistema autoritario de partido hegemónico, pero con frecuencia se afirma que sólo tiene una “democracia electoral”. Conviene recordar, sin embargo, que la democracia siempre es política, formal, representativa y plural. Por ello no hay democracia que no sea, primero, electoral y sobre la base del respeto al sufragio se edifica el resto del Estado de derecho. No conviene en México, ni en otro país latinoamericano, minusvaluar lo que representa tener gobernantes y representantes populares emanados del voto y no de simulaciones o, peor, de imposiciones de fuerza. Falta construir la agenda del bienestar y la equidad, pero es una agenda que ha de edificarse en código democrático. La historia latinoamericana nos muestra con crudeza que no hay atajos, que prescindir de la democracia no garantiza mejoras en la calidad de vida y que en cambio sí asegura atropellos generalizados a los derechos fundamentales y las libertades.

Ciro Murayama es Consejero Electoral del Instituto Nacional Electoral de Mexico. Twitter @ciromurayama.

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