_
_
_
_
_
miedo a la libertad
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Perder el poder

Los resultados de la primera vuelta de las presidenciales colombianas muestran que la paz de Juan Manuel Santos ni hace escuelas, ni traza carreteras, ni resuelve los problemas

Sin duda, contra algo se vive mejor.

El resultado de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia revela el giro que está imponiendo la sociedad. Los éxitos económicos a corto plazo no son suficientes. Cada vez con más frecuencia, las políticas estatales frente a las carencias de la población quedan varadas entre millones de gritos desesperados y la incapacidad de gobernantes que no comprenden por qué es más importante lo que queda por hacer que lo que se consiguió, los saldos que las promesas.

Juan Manuel Santos fue un brillante ministro de Defensa en el Gobierno de Álvaro Uribe. Codo a codo contra la guerrilla, ambos consiguieron un grado de aceptación que permitió a Uribe terminar su mandato como un emperador que se enfrentó de manera implacable a una lucha contra el mal, y a Santos como un jefe de los ejércitos imperiales que parcialmente garantizaba al electorado la continuidad, hasta culminar la estrategia que Colombia se planteó para finiquitar esa guerra endémica. El conflicto civil colombiano comenzó cuando asesinaron de tres tiros a Jorge Gaitán. Esa tarde aciaga de abril de 1948, también mataron la paz. Luego vinieron las paradojas: la Colombia bogotana es un país desarrollado. La Colombia rural es feudal. Ahí los señores del campo se armaron para defenderse de las FARC -nacidas de las autodefensas campesinas- y de otras guerrillas –comunista en sus orígenes- con sus propios ejércitos de bolsillo devenidos en paramilitares, que se conducen con la misma lógica que los señores feudales que le cortaron la cabeza a un rey a través de Oliver Cromwell, sintetizando de manera ejemplar la esencia bélica de los pueblos.

A diferencia de otras, la violencia colombiana, es más premeditada que explosiva. En Colombia “cuando toca, toca”. Y si uno es bueno para algo, ya tiene el ingreso del día. Santos es un hombre educado, con estudios en el exterior, con una mentalidad más sajona que colombiana. Él rompió la dinámica de Uribe: vivir luchando contra alguien. Uribe fue un presidente de contrastes. Ahora sufre la traición de su hijo al que dejó la presidencia –“tú también me desconoces, Juan Manuel”- y se empeña de nuevo en imponer a los demás su principio vital: contra algo se vive mejor.

El Gobierno no se enfrenta con eficacia al reto que plantea la era de mayor y mejor comunicación de todos los tiempos. Muchos colombianos padecen hambre, falta de escuelas, de empleo, de protección médica. Sin embargo, sí pueden ver la destrucción del mundo en que crecieron en la televisión o en las redes y pueden gritar, rechazar o aprobar el regreso de las ilusiones.Los pueblos consideran las vitrinas de las pastelerías como un derecho atávico. Ver a través de sus cristales y oler sus manjares les da el derecho, piensan, a poseerlas. Por eso, son sociedades que gritan, sociedades demandantes, coléricas.

Por estas razones, Santos perdió la primera vuelta contra Óscar Iván Zuluaga –ministro de Hacienda de Uribe (¿venganza bíblica?) y, si no le ayudan los votos de la izquierda, puede perder la segunda. Porque al final del día, la paz distintiva de Santos es una paz que ni hace escuelas, ni traza carreteras, ni resuelve los problemas aquí y ahora.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Por eso, sus promesas de campaña no tienen importancia porque, al igual que ocurre con Dilma Rousseff, a nadie le preocupa cuántos millones de brasileños abandonaron el umbral de la pobreza, lo que cuenta es que el resto tienen nariz para oler y ojos para ver el pastel. Y si el pastel de los trenes, hospitales, escuelas y empleos no es para ellos, ¿por qué sí hay harina y merengue para el Mundial?

La victoria de Lula fue histórica porque representó la llegada de la izquierda; la consagración de un obrero que tendía la mano, abrazaba las reformas previas y las consolidaba con un tinte social. Uribe y Lula fueron, sobre todo, un discurso político. La diferencia con Santos y Rousseff es que el discurso de “administrar lo posible” no está de moda. Ahora gustamos de lo imposible: “Dame mi pastel ya”. Esta es la consecuencia lógica de haber perdido el tiempo en la vida y en la política.

Y no basta con que los médicos sociales ausculten los males de nuestra sociedad, hay algunas conclusiones lógicas: si no se acaba ahora la guerra, seguirá siendo para Colombia la primera industria y será la única autopista, la única escuela y el último hospital. En Brasil, si no se empieza por algo, nunca habrá ni hospitales, ni escuelas. Todo entonces será una inmensa favela que aúlla en noches que siempre serán de luna llena porque nunca llegaremos a tiempo al umbral de los sueños realizados.


Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_