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La magia de los ‘merolicos’

Estos charlatanes venden pastillas milagrosas que, aseguran, curan todos los males del mundo Es habitual verlos en las plazas de México y Centroamérica

Un 'merolico', en la Plaza Mayor de Ciudad de Guatemala.
Un 'merolico', en la Plaza Mayor de Ciudad de Guatemala. J. ELÍAS

“¡Qué labia tienen estos jodidos!", se asombra, divertida, una mujer en la Plaza Mayor de Ciudad de Guatemala, mientras contempla a uno de los personajes más pintorescos de la fauna criolla: el charlatán o merolico, un hombre que pareciera ser la antítesis de la caja de Pandora, en la medida en que tiene solución —asegura—, y muy barata, para todos los males del mundo.

El personaje, rodeado de decenas de curiosos, tiene una voz rotunda, para envidia de muchos locutores, y un dominio del lenguaje popular digno de admiración.

— “Distinguida señora, si su 'don' ya no le funciona, porque los años no perdonan, ¡pare de sufrir! Aquí tengo la solución, preparada científicamente a partir de hierbas naturales y por solo cinco quetzalitos [50 céntimos de euro]. Es muy fácil de administrar. Sin que él se dé cuenta, le pone en su café del desayuno tres gotitas de esta medicina maravillosa y, en dos o tres días, ya verá la diferencia. ¡Recupere la pasión de los primeros días. Como, cuando de novios, se veían en el maizal, a escondidas del viejo cascarrabias de su papá!”.

El diccionario de la Academia define merolico como "curandero callejero" y, en su segunda acepción, como "charlatán". El portal planetacurioso.com reseña que fue un polaco llamado Meroil Yock quien hacia los 50 del siglo pasado apareció por el Zócalo de la capital mexicana ofreciendo su milagrosa mercancía, capaz de curar las peores enfermedades conocidas y por aparecer. Como el nombre del polaco resultaba difícil de pronunciar, hizo fortuna su fonética castellanizada, merolico, y sus imitadores empezaron a brotar por el resto de México y Centroamérica.

Cuando su verborrea no convence, echa mano de recursos como 'oportunos' cómplices

En Guatemala, estos charlatanes tienen sus lugares favoritos y suelen llegar temprano a las plazas de los pueblos para asegurarse de que no se los arrebata ningún competidor. El ‘merolico’ tiene remedios infalibles, para todo. Su particular farmacopea sirve igual para curar el cáncer, detener la caída del cabello, atajar el mal de amores o garantizar leche abundante a las madres lactantes.

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Cuando su verborrea no convence a la audiencia, el merolico guarda bajo la maga otros recursos que, a veces, dan buenos resultados, como el temor —"Conozco a un colombiano [siempre son extranjeros] que necesitaba urgentemente 100.000 mil dólares para un trasplante de riñón. Ya debe haber muerto el pobrecito, porque esa cifra no la reunía ni vendiendo su casa. ¡No hay que llegar tan lejos!, respetables señores, amable audiencia. Al mal hay que atajarlo con los primeros síntomas, cuando todo es más fácil y, hay que decirlo, también más barato"—, u oportunos cómplices, como una mujer que aparece con un niño famélico, a punto del desmayo. En un gesto de gran humanidad, el charlatán le regala una dosis de cualquiera de sus ungüentos que, en pocos minutos, le devuelve el vigor al pequeño. Madre e hijo se marchan bendiciendo, a grito pelado, a su benefactor. En el mejor de los casos, este prodigio de la sanación logra colocar su mercadería. "Si no hubiera babosos [tontos], no comerían los listos", resume un campesino mientras abandona el tumulto de curiosos que se agolpa alrededor de nuestro ‘merolico’.

Dado que el negocio se puede prestar a incómodas reclamaciones de clientes insatisfechos, el merolico es muy celoso de su identidad y no suele revelar su residencia y actividades cotidianas. Eso, sí, en algún día de la semana tiene que encerrarse en su laboratorio —más próximo al de Aureliano Buendía de Cien años de Soledad que al de las grandes farmacéuticas—, para preparar sus prodigiosos ungüentos.

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