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Donetsk no encuentra la salida del pozo

La guerra arruina una zona minera en lenta recuperación tras el fin de la URSS

Un grupo de mineros en un autobús que les lleva de la mina de Zasyadko a la ciudad de Donetsk. / Viktor Drachev (AFP)
Un grupo de mineros en un autobús que les lleva de la mina de Zasyadko a la ciudad de Donetsk. / Viktor Drachev (AFP)

Las calles de Donetsk esperan semidesiertas que suceda algo horrible. La ciudad mantiene la ilusión de que Poroshenko comience su mandato decidido a convertirse en el presidente de la paz. Pero la escasa predisposición que ha mostrado Kiev a dialogar con las provincias del este, envueltas en un proceso secesionista, es un jarro de agua fría para toda esperanza. Pasan los días y crece la impresión, alentada por los llamamientos bélicos de la autoproclamada República Popular de Donetsk, de que la batalla final de la guerra ucrania será en estas avenidas.

Solo hace dos años, la revista económica Forbes eligió Donetsk como mejor ciudad de Ucrania para hacer negocios. Grandes estadios, hoteles… A pesar de los terribles problemas de desempleo y desigualdad que acumulaba, la capital minera comenzaba a sacudirse los kilos de hulla que la sepultaron en el pozo de la pobreza possoviética. Pero la inestabilidad política ha rematado un ictus económico durante el que la grivnia, moneda local, ha caído el 20%.

Donetsk fue fundada por John Hughes, un industrial galés con la complicidad de Catalina la Grande. Pero para entender bien el peso del carbón en la zona lo mejor es conducir unos minutos (y cruzar tres controles rebeldes) hasta la vecina Makiivka, donde sobrevive un conglomerado estatal con nueve minas y 17.000 empleados.

“La clase media que se estaba formando ha desaparecido”, dice un empresario

La historia de la llamada cuenca minera del Donbás es la del esplendor ruso y soviético. En esta región de Ucrania no había nada, ni cultivos ni asentamientos ni recuerdos, en contraste con el rico oeste que se disputaban las potencias europeas. Fue cuando en el siglo XVIII comenzaron a explotarse sus minerales que llegaron trabajadores rusos. Alrededor del carbón se organizaron metalúrgicas y el tren. A principios de los setenta se extraían en Makiivka 17.000 toneladas diarias de mineral, lo que ahora se consigue en 15 días. Entonces el Gobierno soviético distinguió a la zona con 14 condecoraciones a los Héroes del Trabajo, su mayor honor. Pero al fin de esta misma década el hallazgo de minas en Siberia condenó al Donbás. En 1989 la región protagonizó la primera huelga minera de la URSS. Y un par de años después, al desaparecer el imperio, se vieron solos, con todos sus problemas por resolver.

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“La gente comenzó a irse del país”, explica una representante de la corporación Makiivka. “Pero nos recuperamos gracias a una razonable política de inversión estatal”. Ahora la extracción sostiene unas 13 empresas, incluidos dos resorts para que los hijos de los mineros vean el mar en verano. Sin embargo, su producción se ha desplomado este año después de un accidente en una torre de extracción con 11 víctimas. “El Gobierno nos prometió repararla, pero llegó el Maidán y el presupuesto se cerró. Estamos esperando a que terminen los ataques de Kiev para reconstruir”.

Sergéi, un minero de la mina Zasyadko, en la que en 2007 murieron 101 trabajadores en el peor desastre de la historia del país, pone cara al hastío: “En dos años mi salario pasó de 8.000 grivnias a 4.000 [unos 300 euros]”. Él preferiría formar parte de Rusia. “Las pensiones allí son mejores, y con lo duro que es mi trabajo sueño en el día que me jubile”, dice.

Los mineros, un colectivo caracterizado por su carácter reivindicativo, no tienen estos días ganas de hablar. Sergéi asegura que el dueño de su empresa, Etim Zwyagilski, un diputado del Partido de las Regiones de Yanukóvich, no les deja participar en manifestaciones. Aun así, su versión debe ser recibida con precaución: son las tres de la tarde, acaba de salir a la superficie y ya es visible que lleva unas cervezas de más. Es lo que suele hacer hasta que se acuesta temprano para a las seis de la mañana subir de nuevo al ascensor que desde hace 16 años lo lleva cada día bajo tierra.

En la fábrica de puertas Interwood cuentan otra historia muy distinta: de resurrección tras el colapso. “Empezamos con esto”, señala Rostislaw un hangar abandonado. Allí se ubicaba la fábrica de cajones de madera en la que trabajó hasta el fin de la URSS. “Todo se había hundido e intentábamos construirnos nuestros propios negocios como fuera”, explica. Rostislaw y unos amigos compraron el solar y la maquinaria rota por 1.500 euros. Empezaron a fabricar puertas. “Entonces todas eran iguales, y la gente que tenía dinero se las hacía en Italia o España”, recuerda. A los siete años ya habían ahorrado algo y en esos mismos países adquirieron máquinas para copiar sus diseños y acabados.

El camino no fue sencillo. Entre otras cosas, tuvieron que esquivar a los oligarcas que controlan gran parte de la economía local. Ahora el hangar lo rodean edificios más grandes. “El plan era hacer una planta nueva, pero lo hemos parado”, cuenta: “Ni siquiera tengo trabajo para mis 70 obreros”. Rostislaw considera la estabilidad vital para la construcción. “Nuestros productos son caros y la gente no invierte”, dice: “No se construyen casas, hoteles ni hospitales”. Desde su empresa este antiguo obrero ha presenciado todos los cambios de la sociedad: “Estos años la clase media que estaba formándose ha desaparecido. Ya sólo le vendemos puertas a oligarcas que piden muebles pintados en pan de oro”.

Farmacias vacías

Los habitantes de Donetsk salen solo para lo básico. No consumen, temiendo que vayan a necesitar el dinero o su trabajo cierre. “Mire los estantes vacíos”, pide una farmacéutica. “Comienzan a faltar medicinas básicas. Especialmente extranjeras”. La República Popular de Donetsk asegura que Kiev impide el suministro, pero la farmacéutica explica cómplice que son las propias farmacias quienes no tienen para pagar a los proveedores. “En abril las medicinas subieron el 7% en todo el país por los impuestos, y esto es lo que nos faltaba”.

Un recorrido por tiendas de comestibles ofrece similar impresión de pobreza. "Tras el ataque al aeropuerto nadie nos trajo suministros durante tres días", cuentan en un ultramarinos. "Nos llegan cada vez menos diarios", abunda una kiosquera de nombre Galina. "Sólo la gente mayor sigue comprando la revistas con la programación televisiva".

Tatyana Nosovskaya, la dueña de la cadena de salones de belleza y de lencería Nosovski, asegura que ha perdido el 80% de sus ventas. "Dicen que unas 50.000 personas han dejado la ciudad, pero son las que más consumen".

Parte de sus 70 empleados ha abandonado la ciudad, y para los que trabajan en oficinas preparan un sistema con el que hacerlo desde casa y no exponerse a salir. “Mis empleadas se llevaron un susto de muerte el día que unos rebeldes armados entraron en una tienda a mirar lencería. No compraron nada”.

Nosovskaya y su equipo suelen hacer planes de venta anuales. “Ahora no somos capaces ni de planificar la semana que viene”, explica. Se plante llevar sus tiendas a otra ciudad.

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