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El enigma del soldado Bergdahl

El militar liberado a cambio de cinco talibanes se recupera en una base de EE UU en Alemania

El padre del sargento Bergdahl recibe el certificado de promoción de su hijo.
El padre del sargento Bergdahl recibe el certificado de promoción de su hijo.EFE

Que la personalidad del soldado Bowe Bergdahl es multifacética lo prueba que una de las personas que más ha hablado y más ha sido citada en las crónicas periodísticas sobre la liberación del militar haya sido su profesora de ballet. Sherry Horton —abandonado el tutú y hoy al frente de una vinoteca en la población rural de Haley, Idaho— considera que quizá, solo quizá, una de las cosas que a Bergdahl le atraían del Ejército era la disciplina, algo de lo que saben un poco los bailarines de ballet clásico.

Transcurrida la primera semana de su liberación, fruto del intercambio de cinco presos de Guantánamo por el soldado, cada día se tiene un poco más de información sobre el enigma Bergdahl. El soldado, hoy sargento, ascenso del que no fue consciente, ya que le llegó durante su cautiverio, se recupera en el hospital militar de la base norteamericana de Landstuhl (Alemania), donde además de estar siendo sometido a un exhaustivo proceso de revisión médica se mira con lupa su salud mental, tras haber pasado casi un lustro en manos de los talibanes en una remota región montañosa en la frontera de Pakistán con Afganistán.

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“Su estado físico permitiría ponerlo de vuelta en un avión a Estados Unidos mañana”, explica un facultativo que ha tratado a Bergdahl, citado por el diario The New York Times. “Sin embargo, el reencuentro con su familia, o el hecho de tener que enfrentarse a los medios de comunicación y su estabilidad emocional no lo hacen posible por ahora”. Quienes consideren que Bergdahl desertó —lo que es posible, según las investigaciones— y que se sumó a los talibanes, deberían pensárselo dos veces antes de acusarle. El joven militar, de 28 años, ha relatado estos días a sus médicos que los talibanes le mantuvieron encerrado en una jaula de metal durante semanas, quizá meses, como represalia por sus dos intentos de fuga.

Hasta ahora, Bergdahl ha declinado hablar con su familia por teléfono. Tampoco ha contestado a una carta que su hermana Sky le escribió nada más ser liberado. En opinión de sus médicos, todo ello responde a un proceso normal de reincorporación a la vida tras un cautiverio, primero en manos de los talibanes, y luego en poder de la red Haqani, aliada de Al Qaeda. Bergdahl no responde cuando las enfermeras se refieren a él como sargento y pide que se le siga llamando soldado. Por primera vez, a mitad de la semana pasada, se vistió con el uniforme del Ejército de EE UU, que no había lucido durante casi cinco años. Como pruebas de su vida como prisionero guarda los pantalones blancos y la túnica que sus captores ordenaron hacerle a medida para el día de su partida y entrega, el pasado 31 de mayo, a fuerzas especiales norteamericanas en Afganistán.

Bergdahl es, de momento, ajeno a la polémica que su liberación ha causado. Las autoridades militares no ponen aún fecha a su regreso a EE UU. Sus chequeos médicos dicen que pesa poco más de 72 kilos, lo que para su 1,75 metros de estatura parece proporcionado. Su informe diario recoge que el soldado duerme una media de siete horas cada noche. Lo que Bergdahl tampoco sabe es que su familia ha recibido amenazas, que analiza el FBI, debido a los claroscuros de su historia por parte de quienes le consideran un traidor e incluso un asesino, ya que seis hombres murieron durante su búsqueda.

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Que Bergdalh tenga buen aspecto, al margen de sufrir decoloración cutánea y haber vivido sometido a una pésima higiene no parece sustentar la tesis utilizada por la Administración del presidente Barack Obama de que no pudo informar al Congreso con los 30 días perceptivos para liberar a los presos de Guantánamo, que fueron intercambiados, debido al deterioro acelerado de salud del prisionero, como en opinión de la Casa Blanca probaba el vídeo que los talibanes enviaron el pasado diciembre.

El soldado Bowe Bergdahl llegó a Afganistán en el peor momento posible, justo cuando se acababa de producir el primer incremento de tropas que el presidente Obama ordenó tras su llegada al poder. El ahora sargento se enfrentará más pronto que tarde a una opinión pública polarizada por su polémica liberación a cambio de talibanes y a un Congreso interesado en sacar réditos políticos de su mala fortuna. Si al ballet llegó por la disciplina, en el Ejército de EE UU recaló en 2008 tras un intento fracasado de combatir en el extranjero. Bergdahl viajó hasta París para estudiar francés con el único objetivo de ingresar, a los 20 años, en la Legión Francesa, algo que no logró y, según el relato de su padre en el perfil de Bergdahl escrito por Michael Hastings en Rolling Stone, le dejó “totalmente devastado”.

Educado en casa por sus padres, Jani y Bob, que llegaron a Idaho desde California en busca de paz y tranquilidad hace unas tres décadas, el joven soldado siempre fue un alma libre a la que le gustaba bucear en los libros, pero también explorar la naturaleza. Seguidor incondicional de los programas de Bear Grylls, donde el británico experto en supervivencia pone su vida al límite en cada episodio de El último superviviente (Man versus wild, en el título en inglés), Bergdahl se calificó como soldado de infantería en otoño de 2008 tras 16 semanas de entrenamiento. Al contrario que sus compañeros, usaba sus pases de fin de semana durante su entrenamiento para visitar las librerías locales en lugar de acudir a los clubs de striptease.

Al partir hacia Afganistán en marzo de 2009 —destinado en una patrulla que, como otras muchas estacionadas en remotos lugares montañosos estaban consideradas por sus superiores como “harapientas”— los soldados como Bergdahl renegaban del uniforme, vestían camisetas sin mangas y pañuelos en la cabeza y se mostraban indisciplinados. Bergdahl, que desapareció el 30 de junio de 2009, se ganó el apodo de SF (Special Forces, Fuerzas Especiales), pero en sentido irónico. Bergdahl fumaba en pipa, nunca cigarrillos. No bebía alcohol. Un día, tras volver de una difícil operación simulada de combate el soldado dijo en voz alta que necesitaba “una Coca Cola”. Su petición no ayudó a desterrar el mote burlón.

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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