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Columna
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Intelectuales y pasiones políticas

La Gran Guerra confirmó a un buen lote de intelectuales en el papel de sacerdotes y codificadores de sus mitos

Escribía Julien Benda en 1927 que uno de los grandes títulos del siglo XX en la historia moral de la humanidad habría de ser el de “siglo de la organización intelectual de los odios políticos”. Achacaba Benda ese dudoso honor al hecho de que un gran número de intelectuales había desertado de los valores universalistas de la verdad, la justicia y la razón para ponerse al servicio de la pasión particularista de la nación. La fascinación que sobre los intelectuales ejercía aquella pasión nacional constituía, según titulaba Benda su célebre panfleto, La trahison des clercs.

La traición comenzó pronto, desde el mismo momento en que cientos de intelectuales saltaron a la escena pública en defensa del honor de Francia frente a quienes habían firmado la acusación contra la injusta condena, sostenida en una mentira, del capitán Dreyfus por un tribunal militar.

Es la pasión política que convierte la nación en una religión en cuyo altar se sacrifica la verdad, la justicia y la razón

Pero esta traición no pasa de un juego de niños si se compara con lo que ocurrirá en las primeras semanas de la Gran Guerra, cuando la fabricación del estereotipo nacional del enemigo disolvió las diferencias de clase y situación social para fundirlas en la unión sagrada contra el invasor. Nada menos que 93 intelectuales alemanes, entre ellos varios premios Nobel de física, química y medicina, no dudaron en recurrir a las más burdas mentiras y al más repugnante racismo con el propósito de limpiar “el honor de Alemania”. En un manifiesto Al mundo civilizado, y ante las protestas contra la destrucción de Lovaina, la crema de la intelectualidad alemana rechazó la idea de comprar la derrota de su nación “por el coste de salvar una obra de arte”, y reafirmó la voluntad del Ejército alemán fundido en un todo con el pueblo de llevar “a cabo esta guerra hasta el final como una nación civilizada”.

Fue, como ha recordado Peter Novick, el primer ejemplo escandaloso de cooperación de académicos del más alto nivel en la propaganda en tiempos de guerra. Y fue, en efecto, la Gran Guerra la partera de la nación como la más fuerte y destructora de las pasiones políticas que habrá contemplado la historia de Europa, y la que confirmó a un buen lote de intelectuales en el papel de sacerdotes y codificadores de sus mitos: la identificación del otro como enemigo al que es preciso humillar y destruir al tiempo que se afirma la propia diferencia; la invención de un pasado nacional como territorio mítico poblado de personajes legendarios; la creación de un habitus racial o étnico con el propósito de disolver las diferencias de rango, de posición y de clase para fundirlas en la unión sagrada de una patria a la que ofrendar la vida. Es la pasión política, pasión de poder, que convierte la nación en una religión en cuyo altar se sacrifica la verdad, la justicia y la razón. El resultado de este sacrificio es bien conocido: un ascenso imparable de los nacionalismos y la consiguiente devastación de Europa.

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En España, veinte años después de que la Gran Guerra hubiera recorrido la mitad de su camino,otra guerra, de alpargatas y fusil en sus primeras semanas, de tanques y aviones después, servirá también de acelerado proceso de nacionalización, solo que aquí el otro a exterminar vivía entre el nosotros exterminador, en el piso de abajo o a pocas manzanas de distancia. Y como, según advirtiera Antonio Machado, la retórica en las guerras civiles es la misma para los dos beligerantes, la española fue vivida retóricamente por cada uno de ellos como una guerra contra el invasor, asumiendo los intelectuales de cada parte, orgánicos o no, la tarea de constructores de sendas naciones, de la que solo una podría levantarse con el santo y seña de la única y verdadera España. Venció la Nación católica, que condenó a la Antiespaña al exterminio y al exilio. 

Algo tendrá que ver con esa identificación de nación y religión el hecho de que cuando los jóvenes universitarios e intelectuales comenzaron a dar la cara en sus protestas contra la represión y la conculcación de derechos y libertades, el lenguaje de nación, propio de intelectuales en guerra, dejara paso a un lenguaje de democracia, carente de pasión nacional: la nación brilla por su ausencia en los manifiestos firmados por intelectuales en los años cincuenta y sesenta. Por eso, una vez promulgada la Constitución, solo pudimos apelar a ella, y no a la nación, como base común a todos. Y es evidente que si —por decirlo con palabras de Habermas— hubiéramos aprendido a entender, a la luz de una historia repleta de catástrofes nacionales, como un logro histórico el Estado social y democrático de Derecho que de la Constitución fue el mejor resultado, aun con sus carencias y límites, otro gallo hoy nos cantaría.

Los intelectuales han sido decisivos para transformar comunidades de lengua en comunidades de cultura

Pero no ha sido así, y en que no lo haya sido tienen mucha parte los intelectuales que durante un tiempo, cuando eran jóvenes y el futuro una revolución pendiente, hablaron el lenguaje de democracia y libertad; luego, cuando se hicieron mayores y el presente era una pugna por el poder, recurrieron al lenguaje de nación e identidad. La participación de intelectuales en los procesos de construcción nacional ha sido decisiva en la transformación de comunidades de lengua en comunidades de cultura para saltar de ahí a comunidades políticas que se identifican como comunidades de destino, por decirlo ahora con palabras de Max Weber, no muy diferentes de las de Otto Bauer. Un territorio, una lengua, una cultura, una identidad, una nación, un pasado con sentido y un destino que es un Estado, un poder: todo uno y todo contra el otro, que vuelve a ser el enemigo al que es preciso humillar para mejor acusarlo de las supuestas desventuras propias.

Contaba Michael Ignatieff que en todos los lugares a los que había viajado con el propósito de entender las raíces de los conflictos étnicos, había encontrado la misma situación: aquellos que creen que una nación debe ser el hogar de todos sin distinción de raza, color o religión, y aquellos que pretenden que la nación sea el hogar de gente como ellos. Ignatieff sabía de qué lado estaba, pero terminaba su viaje con una reflexión desoladora: también sabía cuál era el lado que iba ganando la batalla. Sin duda, el que Julien Benda había bautizado como el del odio político intelectualmente organizado. Frente a eso, al viejo intelectual solo le queda esgrimir un argumento en desuso: su compromiso con la verdad, la justicia y la razón por encima de cualquier pasión política. Son valores que no sirven para tocar poder, pero tal vez algo valgan todavía para evitar las catástrofes provocadas por la pasión de nación.

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