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Columna
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La segunda vuelta del mundial

Rousseff necesita pergeñar un relato del campeonato para justificar derrota y dispendio

El Mundial, como hecho evidentemente político, ha tenido tres grandes protagonistas: Dilma Rousseff, Cristina Fernández y Angela Merkel. La alemana, con Mundial o sin Mundial, seguirá en el cénit de una Europa postrada; la argentina ha salvado muy honorablemente los muebles con el subcampeonato de su país, pero nada puede sacarla de la sima Boudou, el vicepresidente procesado, ni sufragarle los fondos buitre; es la brasileña, sin embargo, cuya selección ha arañado tan solo un cuarto puesto, la que difícilmente olvidará la gran fiesta del deporte universal.

La presidenta Rousseff ganará o no las presidenciales de octubre, pero lo que parece seguro es que, si ese es el caso, su segundo mandato será el del Mundial. El shock del 7-1 ante Alemania marcará a quien gobierne, y, si es la señora presidenta, deberá tratar de evitar otra goleada, aún peor, la económica: en 2010, último año de la gobernación de su predecesor y jefe político, Lula da Silva, Brasil crecía al 7,5%; en 2011 había caído al 2,4%; y este año no pasará del 1,5%. Todo ello conjuga el temor a un Maracanazo social, del que ya hubo un prolongado aviso con las protestas masivas de 2013 y brotes menores durante el torneo contra el despilfarro en estadios que no hacían falta y que ni siquiera están terminados. Proyectos que han tenido un coste de 10.000 millones de euros, coimas y favores políticos incluidos.

El Mundial se concebía como una magna presentación de un nuevo Brasil, inventado por Lula, quien, según fuentes de la casa, había aupado a 50 millones de brasileños de la precariedad socio-económica a la mesocracia. Y Rousseff se ve obligada hoy a pergeñar un relato del Mundial para justificar derrota y dispendio. Asegura que deporte y política nunca han ido de la mano en su país; que los que hace unos meses protestaban acabaron pidiendo más Mundial; y que el éxito organizativo había sido el verdadero fruto del campeonato. La historia parecería corroborar sus palabras porque en el Mundial de 1998, pese a caer Brasil tempranamente ante Francia, fue elegido Fernando Henrique Cardoso, el favorito, como hoy Rousseff, según todas las encuestas; y en 2006 Lula era reelegido tras otro fracaso, en el Mundial de Alemania. Pero no hubo 7-1, ni se jugaba en casa. Cuando en el Mundial de 1950 Brasil sufrió a domicilio un primer Maracanazo frente al escueto Uruguay, el museo del fútbol de São Paulo le dedicó esta leyenda: El día en que a Brasil se le paró el corazón.

El Mundial en nada ha servido, por último, a los propósitos integracionistas de Brasilia. La torcida nacional iba en la final en masa contra Argentina, y hasta Romario participó en un spot de televisión para denostar al rival platense en hegemonías intangibles. Igualmente, medios latinoamericanos apreciaron la eliminación de Brasil, acusado de una arrogancia lulista, que no ha corregido Rousseff, que puede tener ante sí la oportunidad de impedir el derroche y combatir la corrupción a la hora de organizar los Juegos Olímpicos de 2016.

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