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cartas de cuévano
Tribuna
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La dicha de lo dicho

Podría buscar el lugar común a la sombra de un sombrero de yarey y el humo de un habano existencial

Podría quejarme del tipo de cambio, de los pesos convertibles y de la moneda corriente que se destina al uso común. Podría quejarme de la falta de agua caliente en un hotel de lujo, en medio de un calor intenso y de la taquicardia con la que oscila el uso del internet, restringida y limitada, con esa neblina invisible de censura que se cuela también en las conversaciones de uso donde nadie, todos, nosotros todos hablamos no de todo y con cautelas.

Podría extender líneas con elogios resignados para el ingenio con el que se arregla una lavadora con un alambrito o de cómo circulan en colores recién pintados los automóviles con más de medio siglo de kilómetros, del tiempo en el que el tiempo se detuvo cuando alguien mandó a pararlo. Podría incluso abonar la baba de la nostalgia y erguirme en una trova que celebre la toma de un cuartel, las barbas en tiempos lampiños y el pelo largo que peinó la dorada década de tantas utopías. Podría buscar el lugar común a la sombra de un sombrero de yarey, el humo de un habano existencial y la música que llevan todas las caderas al caminar, pero me detengo en la esquina de Paseo con Línea y parece que la quemante claridad del Sol sin polución alguna ilumina un instante irrepetible.

He venido a conocer a Fina García Marruz en gerundio porque la voy conociendo leyendo, que es mejor que decir que la he leído. No saldré de aquí con la idea de conocerla, sino de seguir queriendo, queriéndola por leyéndola, admirando cada línea de los largos ensayos que escribe sobre una tabla con pinza, quizá para no ocupar el escritorio intacto de Cintio Vitier, poeta laureado que camina ya del otro lado con Eliseo Diego, el inmenso poeta casado con Bella, la bella hermana de la bella fina, la fina poeta que borda versos como enredaderas en el aire. Su cabello es espuma de mar y su mirada se enciende como de niña en cuanto le entrego unos bolígrafos para que siga escribiendo, leyendo pensando, viviendo en literatura pura cada recuerdo intacto que guarda de Juan Ramón Jiménez y todos los días, la cara de Martí en todos los increíbles volúmenes de una obra completa que ella misma pastorea con amorosa admiración.

El vacío, todos los vacíos se van llenando de versos y de música

El vacío, todos los vacíos se van llenando de versos y de música. Sobre las mecedoras parece sentarse, ya sin peso y sin peligro de romper el bejuco, José Lezama Lima y Virgilio Piñera, el poeta que caminaba sobre las playas sin dejar huellas en la arena y el calor se pasa como quien pasa las páginas de una revista llamada Orígenes. La música viene de un piano de humo donde Felipe Dulzaides interpreta todo el cancionero que su hermana Fina se sabe de memoria y se hace eco en la barroca multiplicación de los dedos de José María Vitier o en la guitarra como fruta de seis sabores que toca Sergio, sus hijos que custodian la mirada intacta de Fina García Marruz, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2011 y podría entonces añadir que en 2007 obtuvo el Iberoamericano de Poseía Pablo Neruda o que en el 90 del siglo pasado fue reconocida con el Nacional de Literatura y podría agradecerle cada línea responsable que haya publicado en Orígenes o toda la labor en el Centro de Estudios Martianos, tantas dioptrías y tantas horas leídas para escribir escribiendo.

Me lleva de la mano mi hermana Fefé, jimagua de Eliseo Alberto, que hereda de Fina su nombre y somos entonces triates. Fefé le informa a la Tía Fina que a Lichi se le olvidaba en cada viaje traer desde México una novela que yo siempre le enviaba desde el primer día de su publicación, una novela donde se me ocurrió aliviar los enredos y paliar el desasosiego de un loco que se cree el Ángel de la Independencia, desquiciado alado que cree limpiar a la Ciudad de México de toda su escoria y todos los males. Llegado el momento, en la esquina de Paseo con Línea, le leo en persona, a Fina persona, el párrafo donde aparece intacta, el instante en el que un personaje que se cree arcángel la ve apoyada en el barandal del Castillo de Chapultepec y, al irle leyendo las necias palabras de una novela, la fina poeta, la bella fina, La Emperatriz de La Habana y reina de la poesía universal recita ella misma el poema que ya todos podrán escuchar en esa página, su memoria intacta en cada sílaba y la sonrisa traviesa de la niña que agradece bolígrafos para seguir escribiendo viviendo con todos los fantasmas de poemas pasados, todas las plumas honrosas de los grandes escritores que están por encima de las mentiras de los políticos y de las cuadrículas necias de la geopolítica y sus mapas para que uno se convenza de que vine a Cuba solo, siempre acompañado, en el feliz gerundio de conjugar en cada paso de vida la infinita dicha de todo lo dicho.

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